Ninguna o casi ninguna de las actuaciones de gobierno que se sucedan en los próximos años podrán eludir lo contenido en los avances científicos y tecnológicos que se producen a nivel global. Se trata de una evidencia meridiana, en buena medida, porque la gestión de las complejidades que afectan el curso de la vida requiere, cada vez más, de todas cuantas contribuciones puedan realizar los saberes, en beneficio del desarrollo humano y social. También, porque las sociedades -iberoamericanas y mundiales- avanzan, de manera inequívoca, hacia un escalonado aumento de las demandas políticas y sociales proyectadas sobre la I+D+i; y, más concretamente, en torno a los réditos derivados de su financiación.
Es un hecho más que consabido que las funciones sociales de la ciencia -y, en particular, aquella que apellidamos de “social”- se están viendo ampliadas en muy distintas esferas, donde sus discursos y sus prácticas tratan de hacerse presentes, con un doble sentido: de un lado, divulgando entre la opinión pública los argumentos a debate que cuentan, o no, com el aval de la investigación científico-social. De otro, formando a la ciudadanía para que sus decisiones se fundamenten en las ideas que los saberes científicos ponen a disposición de la sociedad. De esta manera, el quehacer científico-social trata de favorecer la comprensión de los sucesos y la predicción de sus posibles consecuencias, al tiempo que se propone orientar la actividad humana hacia la preservación y el desarrollo de las condiciones de vida propia, de las demás personas y del conjunto de los seres vivos.
En este sentido, el presente exige, hoy más que nunca, la aplicación de conceptos y principios básicos que permitan analizar e interpretar los fenómenos desde diferentes campos de conocimiento. De hecho, no podría ser de otro modo, pues el acto de conocer y de comprender el mundo de la vida, a fin de poder crearla y recrearla, constituye una de nuestras experiencias más cotidianas, en la cual, la resolución de los problemas que se presentan a diario precisa el apoyo de los conocimientos científicos y sociales que permiten anticiparse a las causas y a sus posibles consecuencias.
A tal fin, la ciencia que viene se volverá cada vez más “social”, ya que su conocimiento se hará indispensable para poder reconocer la naturaleza de las cosas, de modo que la satisfacción de las necesidades pueda asociarse a las precauciones que se deberán tomar a la hora de decidir, tanto como a las incertidumbres que quedarán despejadas al optar por una determinada alternativa. En definitiva, uno de los retos del futuro estará en hacer un mayor y mejor uso del conocimiento científico al poner en juego -lo que Fernando Savater denomina- “el valor de elegir”.
No por ello la actividad investigadora será inmune al error. Es más, a fuerza de reincidir en equívocos, hemos tenido que aprender los usos y abusos que la “tecnofilia” ha permitido para justificar intervenciones sociales de lo más desafortunadas. Por ello, es nuestro deber realizar los máximos esfuerzos para garantizar el concurso de la ética en las prácticas científicas, de suerte que éstas se reafirmen en sus condiciones de honestidad, prudencia y decencia. A la postre, tres palabras que deben ser irrenunciables para no sobrepasar las fronteras de lo humano, por grande que sea aquello que Hugo Zemelman denomina “la voluntad de conocer”.
A partir de ahí, y en adelante, la ciencia habrá de ser capaz de ponerse al servicio de la sociedad, y de la ciudadanía que la integra, para favorecer que las personas y los grupos sociales cuenten con la posibilidad de desarrollar su derecho a aprender a lo largo de la vida. Y ello, al objeto de ejercer sus responsabilidades con la sociedad del conocimiento, comprometiéndose con la mejora individual y colectiva del quehacer democrático, y favoreciendo la convivencia entre las comunidades, los pueblos y las culturas, en base a los dictámenes que se enjuician en el terreno de los saberes y las disciplinas.
No en vano, se trata de referentes que conviene no postergar al olvido, haciendo siempre memoria de los mandatos que proclamaba la Declaración sobre la ciencia y el uso del saber científico, adoptada por la Conferencia Mundial sobre la Ciencia, el 10 de julio 1999. Allí, gobiernos y científicos del mundo entero, se comprometieron a “hacer todo lo posible para promover el diálogo entre la comunidad científica y la sociedad”, con el fin de originar 1) una ciencia al servicio del conocimiento y un conocimiento al servicio del progreso; 2) una ciencia al servicio de la paz y de los Derechos Humanos; 3) una ciencia al servicio del desarrollo humano y social; y 4) una ciencia en la sociedad y para la sociedad.
En definitiva, el mañana interpela directamente a las instituciones públicas, los sectores privados, las iniciativas civiles y demás agentes sociales, para que cooperen con generosidad a favor de una ciencia de y con las personas; activando su protagonismo en la re-generación de los saberes, para hacer posible la transición que el conimbricense Boaventura de Sousa Santos caracteriza como el salto más importante de la ciencia postmoderna, aquel que se da “del conocimiento científico hacia el conocimiento del sentido común”, con el propósito de combatir el desperdicio de la experiencia social y ciudadana.
Pablo Montero Souto Grupo de investigación en Pedagogía Social y Educación Ambiental Universidad de Santiago de Compostela
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