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El ‘derecho a la educación’ es mucho más que asistir a la escuela

El derecho a la educación tiene límites que ni los derechos ni la educación están legitimados para seguir perpetuando. Cada vez resulta menos creíble que el aprendizaje pueda ser permanente sin una Educación Social que lo construya en todas y cada una de sus cotidianeidades familiares, comunitarias, culturales, institucionales, cívicas, etc.

En su artículo 26, la Declaración Universal de los Derechos Humanos expresa – pareciera que de forma inequívoca – que toda persona tiene derecho a la educación. De ella se espera que contribuya al pleno desarrollo de la personalidad humana, haciéndola partícipe del estimable y, por ello, desafiante compromiso cívico que nos convoca a ser más y mejores sociedades en nombre de la comprensión, la tolerancia y la amistad entre los pueblos.
Aludimos, por tanto, a una educación que estando liberada de las ataduras que teje cualquier dependencia, nada ni nadie debe minorarla en sus propósitos emancipatorios; un término que los diccionarios siguen eludiendo, por mucho que las pedagogías críticas – en su afán por desvelar la naturaleza política (e ideológica) que subyace a las teorías y prácticas educativas – la reivindiquen no sólo como un modo de ejercer la libertad, sino de reconocerse y ser reconocidos en ella. La educación con la que nacemos al mundo para no abandonarla nunca, a pesar de que algunos de sus tránsitos – siendo “infantil”, “primaria”, “básica”, “elemental”, “secundaria”, “superior” o “de adultos” – insistan en diferenciarla, acomodando sus ciclos, etapas, niveles... a la organización de un sistema más preocupado por identificar a quienes están, o pueden estar, ‘dentro’ de sus estructuras que a los que se van quedando ‘fuera’.
No es que éstos no importen o no inquieten – para ocuparse de ellos ya están las políticas sociales, cuando existen y cumplen sus cometidos – sino que, simplemente, no cuentan para el sistema.
O, lo que aún es peor, lo hacen de-formados: marcados por el fracaso y/o el abandono escolar, la segregación, la exclusión o la falta de oportunidades para cualquier transición deseable que pueda trazarse entre la escuela y la vida.

El antes y el después de la educación ‘formal’ es un vacío, un no lugar a veces desgarrador, que el derecho a la educación obvia, acrecentando las injusticias y las desigualdades sociales. Un derecho que, aún en sus mejores intenciones, se entiende como la garantía de una escolarización primaria gratuita obligatoria para todos los niños y niñas, la oferta de una educación secundaria asequible, el acceso equitativo a la educación superior, y la existencia de una educación compensatoria para aquellas personas que no han completado su formación básica. Los deberes de la sociedad y de sus Estados, contraídos con el cumplimiento del derecho a la educación no tienen otros paisajes. Y, aún así, son cientos de millones de personas – muchas de ellas, niños y niñas – los que nunca conseguirán habitarlos.
El derecho a la educación, lamentablemente, tiene límites que ni los derechos ni la educación están legitimados para seguir perpetuando en una sociedad que se dice a sí misma educadora, de la información y del conocimiento, cuyos organismos internaciona derecho a la educación les – con el asentimiento de los jefes de Estado y de Gobierno, las Naciones Unidas y la UNESCO – proclaman reiteradamente que la “educación es la medida y la premisa del progreso”, que “la educación es un bien común”, que “la educación ante todo”, o que “el desarrollo sostenible comienza por la educación”.
Palabras a las que incluso, como ya se hiciera con los Objetivos del Milenio, han puesto fecha concretando sus metas en el año 2030, asociando las actuaciones que se emprendan a la Agenda Mundial de la Educación y al Objetivo 4 de los 17 que se han formulado como los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Un compromiso que, recordando los adquiridos en Jomtien (1990) y Dakar (2000), se suscribe en la Declaración del Foro Mundial sobre la Educación celebrado en Incheon (2015), no tiene reparos en “garantizar una educación de calidad, inclusiva y equitativa, promoviendo un aprendizaje a lo largo de la vida para todos”.

Demasiada ambición en las palabras – que no cuestionamos – poco o nada consecuentes con los hechos, cuando todavía estamos bastante lejos de alcanzar la prometida – sin excusas – Educación para Todos. Injusto e injustificable que en sus documentos ni se mencionen las opciones que podrán permitir una educación que vaya más allá de las enseñanzas y los aprendizajes curriculares, asociando el derecho a educar al derecho a educarnos en cualquier tiempo y lugar, individual y colectivamente.
Cada vez resulta menos creíble que el aprendizaje pueda ser permanente sin una Educación Social que lo construya en todas y cada una de sus cotidianeidades familiares, comunitarias, culturales, institucionales, cívicas, etc. Los 1.600 asistentes de 160 países, incluidos 120 ministros de Educación, reunidos entre el 19-22 de mayo de 2015 en la Ciudad Metropolitana de Incheon, siguen... sin enterarse. Como nunca se enteraron de todo lo que representó y sigue representando para millones de personas la educación popular o la animación sociocultural...
Así nos va en las escuelas y en la sociedad.

José Antonio Caride


  
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