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Américo Peres: la emoción inteligente de un magisterio cordial

Tuve la inmensa fortuna de recorrer con él los pequeños y grandes mundos que fueron trazando las múltiples iniciativas en las que coincidimos para recordarnos que toda práctica educativa es una respuesta ética y política, una actitud de apertura e interacción con los otros diferentes, en las que nada es azaroso o meramente coyuntural.

“Aqui chegamos ao ponto de partida: aceitando um dos desafios mais radicais que Freire assumira ao escrever ‘um professor crítico deve ser um aventureiro, responsável, predisposto à mudança, à aceitação do diferente’...”
Son algunas de las frases con las que Américo Peres iniciaba la escritura de su celebrada «Educação Intercultural: Utopia ou Realidade?» (Profedições, 1999), recordando que esta obra – inseparable de su proyecto y trayecto doctoral en la Universidad de Santiago de Compostela – era el fruto de una historia personal y profesional, vivida a lo largo de más de dos décadas en diferentes niveles de enseñanza; los últimos, si esta palabra tiene cabida en el quehacer cotidiano de quien nunca se sintió vencido por el paso del tiempo, en la Universidade de Trás-os-Montes e Alto Douro.
Quince años más tarde, este “aventurero” pedagógico-social, al que sus amigos llamamos Américo, está comenzando a situar sus andares en otros destinos, más allá de las aulas y de quienes – como profesores y estudiantes – hemos sido sus principales compañeros de camino. Puede que no tanto; en verdad siguen siendo los mismos que lo llevaron a transitar desde su Castelo Branco natal hasta las más variadas geografías de Portugal, prolongadas en Galicia, España, Europa, América Latina... en el apasionante y siempre complicado don que implica darse a los demás, aprendiendo y enseñando: comenzando por el que imaginamos como su primer día en la escuela – esa vivencia irrepetible de la que apenas guardamos memoria – hasta todos y cada uno de los momentos en los que, de un modo u otro, nunca dejó de ser y estar en ella.

Alumno antes, profesor más tarde y para siempre, abrazando la educación y sus saberes con la emoción inteligente que acompaña el arte de educar a otros sin dejar de educarse a uno mismo. Esforzarse por elevar la propia mirada y la de los demás, asumiendo, con todas sus consecuencias, que el gran tema de la educación es la vida en común y sus circunstancias del presente, aunque su misión inequívoca e ineludible sea mejorarla individual y colectivamente con visión de futuro.
Nombramos un arte que no lo es tanto por lo mucho que hablemos de él, como por lo que atesora de virtudes públicas para mejorar el desarrollo humano: creatividad, curiosidad, indagación, conocimiento, sentimiento, reflexión, acción, honestidad, humildad, entrega, derechos... aunque con frecuencia se sitúen más cerca de las dudas que de las certezas, de los discursos que de los hechos.
Al fin y al cabo la educación no es más, pero tampoco menos, que una manera de reflejarnos cívicamente en ellos: la sensación, diría Bertrand Russell, de estar continuamente emprendiendo un viaje inacabado e interminable, hacia las realidades que nos contornan y hacia el interior de cada persona, descubriendo y descubriéndonos.

Conocí al profesor Américo Peres buscando nuevos horizontes para la escolarización rural, en su difícil conciliación con las comunidades que las acogen en Galicia y el norte de Portugal, sobre todo en las zonas de media y alta montaña. Mediaban los años ochenta del pasado siglo. Desde entonces no dejamos de encontrarnos en las variadas cartografías pedagógicas, culturales y sociales que nos fue deparando la intensa actividad universitaria, científica y académica que desplegamos a lo largo de casi treinta años, entre Chaves y Santiago de Compostela...
Y con ella, la oportunidad de compartir con miles de profesores e investigadores, a uno y otro lado de una raia cada vez más difusa, las inquietudes por la animación sociocultural, el desarrollo comunitario local, la educación social, la formación del profesorado, las políticas educativas y sus controvertidas reformas, la interculturalidad, la educación para la ciudadanía y los derechos humanos... Argumentos en los que fue sustentando su firme convicción de que la naturaleza y la cultura no se excluyen, que lo que nos caracteriza como seres humanos es nuestra capacidad de recibir, transmitir y producir cultura, exigiendo nuevas formas de crearla y recrearla invocando la libertad, el mestizaje, la igualdad, la justicia, la paz o la solidaridad.
Conscientes de la necesidad de reivindicar una educación alternativa a la que nos daban y nos damos, tuve la inmensa fortuna de recorrer con él los pequeños y grandes mundos que fueron trazando las múltiples iniciativas – congresos, jornadas, seminarios, proyectos de investigación, cursos de verano, etc. – en las que coincidimos para recordarnos que toda práctica educativa es una respuesta ética y política, una actitud de apertura e interacción con los otros diferentes, en las que nada es azaroso o meramente coyuntural.
Desde luego, no lo fueron ninguno de los gestos, las miradas, las lecturas o los diálogos que fueron construyendo nuestra amistad imperecedera. Desde ella escribo, agradecido por lo mucho que pude aprender y seguiré aprendiendo de su magisterio amable, generoso, cordial, inconformista...

José Antonio Caride


  
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