La cultura de la apariencia se impone como uno de los rasgos de la sociedad. El ser es menos importante que el aparentar. El tener es más relevante que el ser. La apariencia es más apreciada que la autenticidad.
Como fácilmente puede comprobarse, las apariencias engañan. Muestran una cosa, pero la realidad subyacente es otra. El diccionario de la Real Academia define lacónicamente la palabra “apariencia”: “cosa que parece y no es”. Creo que estamos inmersos en una cultura de apariencias. Hace unas semanas, estaba impartiendo una conferencia a un numeroso grupo de profesores y profesoras en una importante ciudad de un país latinoamericano. En el transcurso de la misma, llegó la Ministra de Educación con su inevitable séquito. La comitiva iba precedida de cámaras de televisión y de fotógrafos. Interrumpiendo la conferencia, los recién llegados avanzaron por el pasillo central y se sentaron en primera fila, cuyos asientos lucían el cartel de “reservado”. La señora Ministra recibió las luces de las cámaras y los flahses de los fotografías durante unos minutos. Una vez hechas las filmaciones y las fotos la comitiva abandonó el teatro. Denuncié públicamente el comportamiento. Estoy seguro de que la señora Ministra se habrá enterado del duro reproche. El poder siempre tiene correveidiles. Unos, comprados. Otros, voluntariosos. Los docentes vieron al día siguiente las fotos en la prensa y los reportajes en la televisión. Esos mismos docentes se quejaban de lo poco que la Ministra hacía por la educación. En ese acto, se había puesto la educación al servicio de la política y no a la inversa. Se había perseguido la mera apariencia. Este hecho es todo un símbolo. La cultura de la apariencia se impone como uno de los rasgos de la sociedad. El ser es menos importante que el aparentar. El tener es más relevante que el ser. La apariencia es más apreciada que la autenticidad. Algunos están tan deseosos de salir en la foto, tan pagados de sí mismos que, con John Barrymore dirían: “Una de mis principales frustraciones durante mis años en el teatro es que no podía sentar-me entre el público y mirarme”. Podría haber añadido: y aplaudirme. El escaparate es lo realmente decisivo. Lo que no se anuncia no existe, lo que no se pregona es como si no sucediera. No importa tanto hacer las cosas como decir que se hacen. No es tan trascendente cometer delitos como que se sepa que estos delitos existen. De ahí, el cuidado extremado con la prensa. Que no se airee, que no se sepa (si es algo malo). Que se de a conocer, que se difunda (si es algo bueno). Este hecho explica el temor de los políticos a que salte un escándalo a la prensa. Lo que no se publica, no existe. Muchos políticos le tienen más miedo a la televisión que a la propia conciencia. En tiempos de elecciones se agrava tanto este síndrome, que resulta vergonzoso. Claro que los que nos situamos frente al escaparate tenemos tanta culpa como el que exhibe la mercancía en él. ¿Es que resulta más importante lo que se dice en la propaganda de unos pantalones que el estado de los que llevamos puestos y que hemos comprado en esa tienda? Las personas, cómo no, hacen suyos los rasgos de la cultura y, en sus comportamientos individuales, se muestran obsesionadas por la apariencia. Se hipertrofia la importancia de la imagen. Presentar una buena cara, ofrecer una buena imagen, barrer del escaparate cualquier tipo de suciedad: esa es la obsesión. Iluminar las cosas que se exhiben. Y exhibirlas bien. La televisión es un buen escaparate. Obsérvese que técnicamente es más fácil filmar la apariencia que la realidad, el tener que el ser, la hipocresía que la autenticidad. El círculo vicioso se cierra magníficamente ofreciendo a la sociedad todo aquello que impacta y que supone espectáculo. Aparentar que se tiene, aparentar que se es. Esa parece ser la gran obsesión. Lo refleja con rotundidez esta vieja historia: Se encuentran dos nuevos ricos en la plaza roja de Moscú luciendo dos corbatas llamativas. — ¿Por cuánto la compraste?, pregunta uno de ellos. — Por quinientos rublos, le contesta el otro, que recibe anonadado y un tanto pesaroso la siguiente réplica: — ¡Imbécil, yo la he comprado por mil! Creo que, frente a la cultura de la apariencia, la educación debería oponer el cultivo permanente de la autenticidad.
Miguel A. Santos Guerra
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