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Entre el derecho a la educación y el sentido profesional del deber

El verdadero desafío ético consiste en que el derecho a una educación de calidad se traduzca en una vivencia cotidiana, en la que los docentes se reconozcan artífices y no meros convidados; algo que no siempre forma parte del imaginario de los políticos.

Afortunadamente vivimos en una sociedad de derechos, cuyos perfiles más visibles y formales comienzan por los textos constitucionales y el marco normativo que los desenvuelve, tratando de proyectarse ? aunque con desiguales logros ? en el quehacer que emprenden las instituciones y/o los ciudadanos, a los que se convoca haciéndolos partícipes de valores que apelan a cuestiones tan sustantivas como la libertad, la justicia o la igualdad. Todo ello, en un contexto socio-político en el que los ?poderes públicos? suelen presentarse como los principales garantes de la pluralidad democrática, el desarrollo integral de las personas y su calidad de vida.
Si no fuera porque la realidad de los hechos contradice en el día a día estos propósitos, nada o muy poco de lo que se manifiesta podría ser objetado, al menos en aras del consenso social que ha posibilitado, especialmente en las últimas décadas del siglo XX, una convivencia relativamente armónica en distintos escenarios de la geografía planetaria. Y al que, entre otros, debemos la existencia de pactos y actuaciones que ponen énfasis en la necesidad de más y mejor educación para todos, formulando metas y estrategias en los que se declaran explícitamente los compromisos y responsabilidades que esto comporta. Sin duda, situando este afán en el ?debe? de las políticas sociales, económicas y educativas que incumben a las Administraciones Públicas (en los planos internacional, nacional, regional y local), en convergencia con lo que también han de hacer otros agentes sociales, que directa o indirectamente ? las familias, los partidos políticos, los sindicatos, las asociaciones científicas y profesionales, las instituciones cívicas y religiosas, los medios de comunicación social, etc.? están llamados creer en las bondades de la educación, creando y sustentando condiciones que favorezcan sus realizaciones, cuantitativa y cualitativamente.
Desde esta convicción no resulta novedoso afirmar que la misma educación es un derecho, proclamado e instrumentalizado a través de distintos cauces. Tampoco lo es, admitir que en sus prácticas asumen un notable protagonismo quienes se ocupan profesionalmente de que esto se cumpla, dentro o fuera de las escuelas, en unos u otros momentos del ciclo vital (desde la infancia hasta la vejez), con mayor o menor énfasis en los aprendizajes, los comportamientos o las actitudes, ya sea con una visión esencialmente ?adaptativa? o con una perspectiva ?transformadora?. Al margen de la óptica en la que nos situemos, asumiendo la divergencia existente en los modos y las finalidades inherentes al ?arte? de educar, todo indica que no estamos ante discursos incompatibles, siempre y cuando con ellos se trate de legitimar el papel de la educación como una de las vías fundamentales para promover la socialización de los individuos, la cohesión y el bienestar social. En cualquier caso, reconociendo que en las prácticas educativas se expresa buena parte de un patrimonio que es común a la Humanidad: un derecho conquistado y construido históricamente, del que todavía cabe aguardar una mayor credibilidad en el alcance de sus significados políticos y pedagógicos, concretados en ?resultados? tangibles.
El empeño con el que este derecho se enuncia y ejecuta tiene en los profesores y profesoras un referente clave, primigenio y hasta identitario para la definición de su rol social, como profesionales que vinculan sus prácticas profesionales y laborales a la prestación de un servicio público. No tanto porque los docentes han sido, en un pasado no muy lejano y con los matices que se considere oportuno introducir, objeto y sujeto de sus propuestas, alumnos antes que profesores, en los tiempos y espacios habilitados por el sistema educativo para su formación básica y especializada. Sino, y sobre todo, por las funciones y cometidos que deben satisfacer en las instituciones escolares, reconvirtiendo el derecho de los educandos a la educación en la principal justificación de su condición de educadores, éticamente obligados a conocer, pensar y hacer atendiendo a las necesidades, demandas, expectativas?, que tienen ?otros? diferentes, respecto de los que no puede mostrarse insensible o negligente.
De ahí que coincidamos en subrayar que lo que tantas veces identificamos como el ?sentido profesional del deber? aluda, en primer término, a las obligaciones contraídas por los profesores con el derecho universal a la educación. Después, sin que pueda eludirlas, a un amplio repertorio de tareas asociadas a la organización y gestión de los centros educativos y al desarrollo de los procesos de enseñanza-aprendizaje, acomodándolos a criterios e indicadores de calidad. En este punto, el verdadero desafío ético consiste en que el derecho a una educación de calidad se traduzca en una vivencia cotidiana, en la que los docentes se reconozcan artífices y no meros convidados; algo que no siempre forma parte del imaginario de los políticos.


  
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Edição:

N.º 137
Ano 13, Agosto/Setembro 2004

Autoria:

José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela
José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela

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