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Mediar y/o educar

En sus acepciones más convencionales, la mediación acostumbra a ser presentada como una práctica social orientada a la resolución de conflictos, con propósitos eminentemente conciliadores, de la que se esperan derivar acuerdos entre personas, colectivos, instituciones, etc. en litigio. Así se ha entendido y propagado desde la antigüedad, haciendo uso del vocablo para aludir a distintas formas solventar las discrepancias, en términos de negociación, arbitraje y/o consenso.
Las bondades de la mediación han sido históricamente reconocidas y enfatizadas como una forma institucionalizada de acción-intervención social, destacando su capacidad para dar respuestas alternativas a problemas o circunstancias críticas de naturaleza política, cultural, jurídica, laboral o económica; y, sobre todo a partir de los años ochenta del pasado siglo, también de índole educativa, poniendo en valor sus enfoques y metodologías de alcance pedagógico-social.
Sin duda, en la sociedad del riesgo que habitamos, la mediación tiene mucho a su favor cuando se trata de seducir a los profesores, educadores, orientadores, pedagogos, animadores y, en general, a un amplio elenco de profesionales sociales (trabajadores sociales, psicólogos, politólogos, terapeutas, etc.). Especialmente cuando la mediación persiste en otorgarles un cometido benévolo, poco o nada intrusivo en el afrontamiento de las desavenencias personales y grupales, con actuaciones que inducen la comunicación y el diálogo; y, con ellas, al protagonismo directo de los actores implicados y de las actitudes empáticas que podrán poner en juego. Al fin y al cabo, de eso se trata, cuando la mediación ?asumiendo que el conflicto es consustancial a la naturaleza humana y a las "adversidades" inherentes al hecho de vivir con otros? pretende afianzarse como una oportunidad "educativa" mediante la que superar colaborativamente posturas antagónicas que, en mayor o menor medida, están enraizadas en la competitividad, el disenso o la hostilidad.
Que esto sea así obliga a la mediación a dotarse de objetivos y métodos, de valores y procedimientos que habilitan o activan tareas que ? a menudo ? requieren la presencia de "terceros", a cuyo rol "mediador" (más cerca del voluntariado o de la profesión) se confía la posibilidad de construir una mirada cohesiva e inclusiva acerca del problema o de la disputa que mantienen "las partes", trabajando con los sujetos y no sólo con los hechos, en muy diferentes ámbitos de la vida cotidiana (en las familias, los centros educativos, el mundo laboral, las comunidades, etc.). Y, por tanto, aunque no siempre explícita, con una cierta dosis de in-vocación socioeducativa. Cuando ésta se posee y ejercita, la mediación amplifica sus opciones como un quehacer cívico, guiado por lo que Adela Cortina ha dado en llamar la "ética de la razón cordial", dos de cuyos principios básicos además de incidir en la importancia de no instrumentalizar o dañar a las personas, insisten en la necesidad potenciar sus capacidades para que puedan elegir y realizar ?autónoma y libremente? sus proyectos vitales. Cuando la mediación carece de fines pedagógicos, la tentación de manipular o entrometerse en la vida de las personas (en sus emociones, expectativas, deseos, etc.) siempre podrá estar presente.
Mediar no es educar, de igual modo que la educación no se reduce a una acción mediadora, aunque la presuponga. Y aunque, como subraya el profesor García Molina[1], "la mediación habita en el interior de cualquier pretensión educativa", ni la teoría ni la práctica de la educación podrán limitarse a ella.
Ahora bien, si la mediación se reconvierte en texto y pretexto de un proceso que trasciende la mera resolución de conflictos o la escenificación coyuntural de un tejido de interacciones, para dotarla de objetivos básicos para la educación, como son el desarrollo de la propia identidad, el respeto a la diversidad o la contribución al logro de una auténtica igualdad de oportunidades? todo indica que estamos ante una tarea pedagógica y social estimable. Al menos en dos perspectivas complementarias: de un lado, la que supone hacer partícipes a las personas de contenidos y recursos culturales que amplíen sus horizontes epistemológicos (saber), axiológicos (ser) y metodológicos (hacer); de otro, la que propicia encuentros que consoliden las relaciones con los demás y, consecuentemente, la socialización de los sujetos en los lugares que habita (convivir). Como se sabe, cuatro pilares básicos de una educación que mira al futuro sin poder deshacerse de su pasado y presente, y a los que desde hace años ?oficializados por la UNESCO y las declaraciones que universalizan sus "pactos educativos"? contemplamos como un tesoro a descubrir.

[1] García Molina, J. (2003): Dar (la) palabra: deseo, don y ética en educación social. Barcelona: Gedisa.


  
Ficha do Artigo
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Edição:

N.º 172
Ano 16, Novembro 2007

Autoria:

José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela
José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela

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