Tiempo atrás, el acierto de un slogan que acabó dando título a un libro ?para enseñar no basta con saber la asignatura?, del que son autores los profesores Fernando Hernández y Juana María Sancho, recordaba a muchos docentes ?también a los que no lo eran? la necesidad de contemplar sus prácticas profesionales con amplitud de miras. Entre otras, las que ponían énfasis en la necesidad de repensar los actos de enseñar y aprender como un quehacer que va más allá del dominio y ?eficaz? transmisión de una materia, e incluso de su adecuado diseño curricular y de los acomodos didácticos que sus contenidos consigan lograr en las aulas o en un determinado centro educativo, en sus variadas tipologías, desde la Educación Infantil hasta las Universidades. Nada diremos en contra de que esto sea y deba seguir siendo así, con todas las intensidades que el conocimiento y la pedagogía han de ofrecerles a quienes, a lo largo de su vida, tienen la oportunidad de participar en procesos de enseñanza-aprendizaje de los que esperan obtener consecuencias positivas para un mejor acceso al trabajo, al desempeño de ciertas responsabilidades cívicas, al disfrute de sus tiempos libres, a la cultura? Todas ellas, esperables y deseables metas de cualquier educación que aspire a ser congruente con las circunstancias socio-históricas a las que se vinculan sus propuestas y realizaciones prácticas. De ahí que observemos el enseñar y aprender como tareas que desafían permanentemente a las sociedades y a quiénes (en los poderes públicos y en la iniciativa social, como vocación cívica o como un cometido profesional) tienen la responsabilidad de promoverlos, dotando a la ciudadanía de saberes, competencias, habilidades, recursos, etc. con los que agrandar sus opciones de desarrollo personal y social, especialmente cuando a ellas confiamos aspectos tan sustanciales para la experiencia humana como son disponer de una mayor capacidad de análisis, comprensión y transformación de las realidades sociales en aras de una convivencia más libre, participada y justa. Procurar que este cambio sea posible forma parte de las convicciones inherentes al acto de enseñar y aprender, como una dimensión intransferible y esencialmente ética del trabajo pedagógico, al que ni las instituciones educativas ni el ejercicio de la profesión docente pueden renunciar. Si se respeta la naturaleza del ser humano, decía Paulo Freire, la enseñanza de los contenidos es inseparable de la formación moral del educando, porque educar ?enfatizaba? es esencialmente formar y no sólo transferir conocimientos. Siendo verdad que en la responsabilidad de hacerlo comienza mucho de lo que representa el sentido social de la profesión docente y, por tanto, de los compromisos éticos que adquiere con la sociedad en la que se desarrolla como tal, no basta. Al menos, cuando hemos entendido que la utilidad ?en términos de uso y abuso? de tales conocimientos dependen, más que nunca de lo que estemos dispuestos a hacer con ellos, en nuestras propias vidas y en la vida que hacemos en común. En este escenario, sorprende que todas las educaciones para (la ciudadanía, la paz, la igualdad de género, la tolerancia, la democracia, el desarrollo, etc.) sigan ocupando un lugar tan marginal en el sistema educativo, en sus estructuras y horarios, antes y durante el desempeño que hacen los docentes de su profesión, carentes como están de una formación inicial y continuada que haga más visibles los ?contenidos? y ?metodologías? que permitan su plena inserción en los proyectos curriculares, en los planes de centro y en la actividad cotidiana; en definitiva, en los modos de concebir las escuelas como instituciones pedagógicas y sociales de amplio recorrido institucional y comunitario, convidadas a cultivar enseñanzas y aprendizajes con profunda trascendencia cívica. Claro está, admitiendo que se trata de una educación en valores, con notables significados éticos y morales, para la que será necesario revisar los encuadres normativos y organizativos en los que se han venido inscribiendo hasta ahora en los centros educativos; en general, nada o muy poco propicios para una presencia relevante ?esto es, significativa, suficientemente reconocida y estimada? de sus temas y contenidos en la labor docente-discente, a menudo sumidos en el desconcierto que supone, tanto para los profesores como para los alumnos, su tratamiento ?transversal? y ?globalizado?. No dudamos que deba ser así, por mucho que nos hayan defraudado las condiciones en las que se llevan a cabo. Por ello, basándonos en la insistencia, tantas veces proclamada, en que la cultura profesional de los docentes se construye y desarrolla en un escenario cargado de interacciones e intercambios con las realidades que los circundan, creemos que esto ha de ser percibido y ?representado? de otro modo. Entre ellos, los que sitúen en la mentalidad y en la práctica cotidiana de cada profesor y profesora la obligación de extender su magisterio más allá de los saberes ?materiales? (de materia, disciplina o asignatura, queremos decir) que figuran en el cuadro horario. También en esto, aunque no sólo, la ética de la profesión docente se juega buena parte de su razón de ser.
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