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Ante el abismo de la guerra, o la obligación ética de enseñar a decir ?no?

La educación, la de todos y la que nos atañe a cada uno de nosotros, es demasiado importante en nuestra vida y en la vida de los pueblos como para ser indiferente a la paz y a la guerra.
Entre la paz y la guerra hay un abismo. Lo saben los pueblos por experiencia propia y ajena. Lo sabemos todos, intuyendo que no hay razones que lo desmientan, incluso asumiendo que prácticamente todas las sociedades humanas han transitado con facilidad entre una y otra: de la paz a la guerra, de ésta a aquella. A veces, pareciera que ?juntas? o anteponiéndolas, exigiendo o justificando la lucha como paso previo a cualquier tregua, el combate como una forma de procurar la concordia, el ataque como una estrategia que hace buena la defensa, la amenaza de la guerra como garante de una paz duradera... Y, sin embargo, el abismo existe. Siempre existe.
En realidad se trata de un abismo que adopta las formas de un precipicio que nos sitúa ante un vacío ético y moral sin apenas retornos, del que ser parte y al que se llega por diversos caminos. También por la educación. E, indudablemente, también por su carencia o por las desiguales oportunidades que ofrece a quiénes estamos o están a uno u otro lado de las fronteras: en la riqueza o la pobreza, en el Norte o en el Sur, en la libertad o en la opresión, dentro o fuera...
La educación, la de todos y la que nos atañe a cada uno de nosotros, es demasiado importante en nuestra vida y en la vida de los pueblos como para ser indiferente a la paz y a la guerra. Sin ella el abismo que existe entre ambas crece, mostrando los reiterados triunfos de la barbarie, perpetuando la seducción de la pereza y la ignorancia con todas sus miserias, agrandando la injusticia y la exclusión, marginando a hombres y mujeres en el derecho a construir un futuro que les permita ser más y mejores, negando la convivencia o limitándola hasta extremos que desesperan y humillan.
Aunque nos cueste aceptarlo, tenemos muestras de que por la vía de la educación se han legitimado y exaltado los logros de la guerra, poniendo énfasis en sus contribuciones a las conquistas de la ciencia, la tecnología y, no sin descaro, de la democracia. Asimismo, en nombre de la educación y desde la educación, se justifican muchos de los relatos que han optado por «vencer» recurriendo a la fuerza antes que por «convencer» haciendo uso de la razón. Recordemos, no sin rubor, el afán belicista que animaron y animan las credos pedagógicos que fían su discurso ?y lo que aún es peor, sus prácticas? al dogmatismo, la xenofobia, el fundamentalismo, el imperialismo o el radicalismo en cualquiera de sus manifestaciones. Oponiendo la restricción de la vida a su desarrollo en plenitud, la educación se hizo pequeña «ante» ellos y «en» ellos, desfigurando la estimable búsqueda de la felicidad que comporta reconocernos sensatamente humanos y libres. Un empeño al que no son ajenos ni la ética ni, a poco que ampliemos la mirada, el quehacer de los educadores.
Por contra, si nos gusta la educación que ha reivindicado la paz. De igual modo que nos agradan los esfuerzos que alientan ?más cerca de la reflexión, de la vivencia o de la experiencia? su cultura, exaltando el poder del diálogo y de la negociación, el valor de la razón frente a la razón del ?valor?, las bondades de la mediación y del pacto en contraste con los desvíos que suponen la imposición, la destrucción o la escisión. Una educación que no oculta el conflicto ni las divisiones que se dan en las sociedades modernas, que no encubre el maltrato (a niños, mujeres, ancianos, refugiados, inmigrantes, etc.), la violencia, la agresión, los desequilibrios, las victimas de cada una de las guerras habidas y por haber...
Una educación, con todo, en positivo. O, expresado de otro modo, a favor de procesos que activen la construcción de una sociedad que desvele, enfrente y resuelva los conflictos pacíficamente, provocando cambios estructurales de manera no-violenta, fomentando valores y actitudes que fortalezcan la cooperación y la convivencia en una sociedad cada vez más globalizada. Una educación «en» paz y «para la» paz, dispuesta a denunciar e impugnar los riesgos inherentes a la continua presencia de la guerra en el mundo, agravada por la perversidad de sus estrategias y la intensidad destructiva que almacenan los arsenales atómicos, químicos, biológicos... de los que disponen numerosos países. En el ?no a la guerra? ?que gritan todos los pueblos del mundo en nuestros días, ante el previsible ataque a Irak? se expresa la rebeldía individual y colectiva que combate y condena la sinrazón de un destino que conduce a la muerte, al dolor, al sufrimiento, al fracaso ecológico y humano.
Es un ?no? ético, y por ello, pedagógico. Un ?no? que debe enseñarse como derecho y responsabilidad; como sentimiento y actitud ante lo que siempre es posible y deseable detener en la mente de los hombres, en las decisiones de los Gobiernos. La guerra, decía Cooper-Prichard finalizando el siglo XVI es el ?invierno de la civilización?. Hoy más que nunca, cuando nos abruman las incertidumbres, necesitamos la luz de la primavera. La ética «en» y «de» la profesión docente también debe tomar partido. En ello estamos.


  
Ficha do Artigo
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Edição:

N.º 122
Ano 12, Abril 2003

Autoria:

José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela
José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela

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