Se suele hablar del dinamismo y la vitalidad de la juventud como fuente de cambio, de creación e innovación, pero a menudo es considerada también como un problema al que no se sabe muy bien cómo dar respuesta. Los jóvenes nos resultan incómodos. Ni son niños a los que se les pueda decir lo que han de hacer ni son adultos con los que tratar de igual a igual. El suyo es un estatus que nos resulta ambiguo y confuso. Fácilmente se puede caer en la tentación de pensar que la juventud es un periodo de transición y de crisis que la edad acaba por arreglar. Y es, sin duda, un periodo de crisis por los profundos cambios que se producen en todos los ámbitos y dimensiones de la vida de los jóvenes. Pero no es, de ninguna manera, más transición de lo que pueda serlo la infancia, la adultez o la senectud. Cualquiera de ellas puede ser pensada como una etapa de la vida con entidad en sí misma; un periodo en el que las personas tenemos unas características singulares y específicas. Lo importante es dejar de considerar a la adultez como la cima; el lugar privilegiado desde el que observar y valorar el resto de etapas vitales. Identificar el ciclo vital con el "modelo de la montaña" ?inicio (infancia), ascensión (juventud), cima (adultez) y bajada (senectud)- supone infravalorar el resto de etapas y ponerlas en una situación de desventaja respecto a la que está más alta, esto es, la adultez. El ciclo vital está, desde mi punto de vista, lleno de colinas, montes y montañas en cada una de sus etapas y no hay ninguna de ellas en la que subirlas o bajarlas cueste menos esfuerzo y sufrimiento que en las demás. Un planteamiento de estas características ubica al educador al mismo nivel que a las personas con las que actúa y le ayuda a pensarlas de la misma manera que se piensa a sí mismo, esto es, en proceso y en crecimiento constante. Desde esta postura resulta posible ayudar a las personas ?sean niños, jóvenes, adultos o mayores- a educarse a si mismas y a crecer ?más allá de la edad que tengan- en tanto que personas. Cioran decía de la juventud que al final de la adolescencia se es fanático por definición - y añadía - no sé si debo admirar o despreciar a aquel que, antes de los treinta años, no ha padecido la fascinación de todas las formas de extremismo, o si debo considerarlo como un santo o un cadáver[1]. Eso es, desde mi punto de vista, lo que significa, en esencia, ser joven: medirse con las barreras y con los límites; explorar el qué, el cómo y el hasta dónde resulta posible llegar; transgredir para saber, para conocerse a sí mismo y al mundo de una manera profunda y auténtica (vivida/sentida). Ser joven quiere decir transitar en solitario, -por vez primera de manera consciente- sin acompañamiento ni protección a lo largo de un camino de autoafirmación y autoconstrucción constante. Ser joven significa también encarnar un proceso en el que el ansia por conocer se manifiesta a través de la expresión. Una expresión que puede tomar formas absolutamente insospechadas y que, más allá de normas, territorios, contextos o culturas, se afirma quizás como el rasgo más idiosincrásicamente vinculado al hecho de ser joven. La arrogancia, el silencio pertinaz, el enfrentamiento o el aislamiento no son sino algunas de las caras que puede mostrar dicha capacidad expresiva. Esta expresividad desenfrenada de la condición juvenil ha sido, durante muchos años, la causa utilizada para justificar buena parte de las acciones que, desde las diferentes instituciones, se han estado dirigiendo a los jóvenes. Los programas y proyectos han sido y son, a menudo todavía, diseñados para los jóvenes pero sin los jóvenes. Sin que ellos y ellas jueguen ningún papel en la definición de aquello que afectará a sus intereses y expectativas. Un planteamiento como este, sin embargo, es insostenible en nuestros tiempos. Lansdown[2] dice que los jóvenes son parte de la solución de las dificultades a las que se enfrentan y no únicamente un problema que otros deban resolver [porque] ellos son actores sociales con habilidades y capacidades suficientes para encontrar soluciones constructivas a las situaciones que están viviendo. Las Naciones Unidas identificaron en el año 2000 la participación de los jóvenes en la vida social y económica de los países como una de las 10 áreas de acción prioritaria para los años siguientes. Desde entonces, este tema ha entrado a formar parte de las agendas políticas de los países desarrollados. El Informe mundial sobre la Juventud[3] del 2005 afirma -en su recomendación nº 51- que hay que tomar medidas para fomentar las relaciones entre las distintas generaciones y poner a los jóvenes en condiciones de participar, en forma significativa, en los programas y las actividades que los afectan. Hay que incluir a los y las jóvenes en todas aquellas decisiones que pueden cambiar sus vidas. Dicha inclusión refuerza su compromiso con los derechos humanos y con la democracia y, también, les ayuda en la propia comprensión de esos conceptos. Sin embargo, compartir con la juventud decisiones importantes no nos resulta fácil. No nos acabamos de atrever a dejar en sus manos determinadas responsabilidades. Quizás fuera bueno recordar, para acabar, que sin responsabilidad no es posible la autonomía y que como dice Meirieu[4] para que la gente [los jóvenes] merezca nuestra confianza hay que empezar dándosela.
[1] Pág. 21 y 19 (1988) en Historia y utopía. Barcelona: Tusquests [2] Pág. 2 y 5 en (2003) Global priorities for youth. Young participation in decision?making. Documento electrónico. Descargado en febrero, 2006. http://www.un.org/esa/socdev/unyin/helsinki/ch10_participation_lansdown.doc [3] YOUTH AND THE UNITED NATIONS (2005) World Youth Report 2005. http://www.un.org/esa/socdev/unyin/wpayparticipation.htm#WYR2005 [4] Pág. 31 en (1998) Frankenstein educador. Barcelona: Laertes.
Xavier Úcar Martínez
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