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Escuela pública de calidad y ética profesional

Lo público es mucho más que un apellido que hemos puesto a demasiadas cosas, no siempre con los mejores propósitos. Sin duda, bastante más que una palabra ?comodín? asociada a otras, a las que ayuda a definir o interpretar cuando se toma postura acerca de la realidad existente o deseable; necesariamente, también bastante más que el mero trasvase de lo que identificamos como personal, individual, particular o privativo hacia lo que es o podrá ser colectivo, comunitario o estatal, vinculando sus raíces semánticas a un modo de entender la propiedad y/o titularidad de unos determinados bienes o recursos. Menos aún, podrá reducirse lo público a un atributo jurídico con el que dirimir ciertas disputas que libran las Administraciones ?Públicas? y la ?sociedad civil?, como ámbito en el que se enmarca la actividad de los ciudadanos; tampoco podrá restringirse a lo que se hace visible, acomodado a roles o funciones que traspasan la intimidad, lo confidencial o la vida en el hogar.
Por fortuna, sin dejar de ser todo esto ?y aún más?, lo público también es un sentimiento, prolongado en un estado de ánimo que las sociedades, sus hombres y mujeres, han ido construyendo históricamente en múltiples procesos de interacción social, fáciles y complicados a un tiempo; tanto como lo son la confrontación de intereses, las luchas por detentar el poder, los debates ideológicos, las disputas morales, los pactos y consensos entre sujetos dispares e incluso rivales. Lo público no está reñido con las libertades ni con las formas en que éstas pueden manifestarse, salvo cuando se reconvierten en privilegio, manipulación u opresión (del mercado, de la religión, de las instituciones, de la información?). Por que lo público es una expresión más de la libertad que nos hemos dado para garantizar derechos y satisfacer deberes. Entre ellos, los que atañen a la educación y a la formación.
De ahí que consideremos lo público como algo estimable, a lo que precisamos conferir un valor no sólo material sino y sobre todo simbólico: un valor moral, que fundamenta y da sentido a gran parte de lo que somos y hacemos en nuestra convivencia social; y por ello, una oportunidad para agrandar el pensamiento y la acción humana, de aminorar las perversidades latentes en la injusticia y la desigualdad, de activar las potencialidades inherentes a la solidaridad, la democracia y la diversidad. De ahí, consecuentemente, su reivindicación como un soporte esencial para el bienestar de las personas y de su vida en común.
Pocas instituciones han aproximando tanto sus querencias a lo público como la escuela, sobre todo a partir de los primeros años del siglo XIX, cuando la función de educar comienza a ser reconocida y exigida como un servicio ?público?. Aunque también en pocas, a decir verdad, se han combatido con tanto empeño algunos de sus logros, apelando a dudosas concepciones de la ?libertad de enseñanza?, de la iniciativa privada o del mismo derecho a la educación. No es extraño que estos avatares hayan conducido a observar la ?escuela pública? como una representación viva de conquistas fraguadas en los anhelos de una sociedad mejor, más justa y equitativa, con la participación ilusionada de un numeroso elenco de educadores y movimientos de renovación pedagógica, cuyos afanes se han debatido con demasiada frecuencia entre el sufrimiento de las duras realidades y el sueño de las utopías. Todo ello, en un contexto sociopolítico y económico mutante, cada vez más complejo y tecnificado, en el que siguen incrementándose las tareas asignadas a la educación y a las instituciones educativas en relación con el desarrollo social y sus efectos ?supuestamente positivos?en una calidad de vida sustentable.
Convertida en un crisol de vivencias y expectativas cotradictorias, perfeccionar la enseñanza, los sistemas educativos y sus escuelas, figura entre los objetivos prioritarios de las políticas educativas de todo el mundo, a tenor de lo que se proclama antes, durante y después de cualquier Reforma que se emprenda, sea cual sea el color político que las alimenta. No faltan menciones explícitas a las transformaciones requeridas y al papel de los profesores en la procura de una ?escuela pública de calidad?. De un lado, por lo que se espera de su motivación y preparación docente; de otro, por lo que se presupone ?en tanto que ?servidor público?? que deben ser sus responsabilidades y compromisos con dicha labor. Es así como el valor moral de lo público y de la calidad que debe caracterizarlo en los espacios y tiempos de la escuela, ha acabado por proyectarse en el quehacer ético de los profesores y de su desempeño profesional. A la moral le cabe sostener lo que se debe hacer; a la ética le corresponde situar ese deber en las realidades cotidianas de las escuelas. Sobre lo primero ya hay mucho y bueno escrito. Sobre lo segundo, queda un mundo por hacer. Si para algo ha de servir la ética profesional es para aproximar ambas orillas, sobre todo donde se nos ha hecho más necesaria.
Si como afirma el profesor Jávier Sádaba, ?la ética no es una burbuja ni se consume en la intimidad de los sujetos?, sino que está inserta en la comunidad, es en ésta donde deberá mostrar su máximo esplendor. Para la escuela, no lo olvidemos, lo comunitario constituye su primera y más sustantiva razón de ser como ?dominio público?, una domus res para reafirmarnos en los valores del civismo y en su aprendizaje.


  
Ficha do Artigo
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Edição:

N.º 142
Ano 14, Fevereiro 2005

Autoria:

José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela
José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela

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