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Los profesores, al borde de un volcán

El mundo va mal, o, al menos, no tan bien como quisiéramos. Lo expresaba recientemente Claudio Magris al recibir - en la hermosa ciudad de Oviedo - el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, haciendo uso de una metáfora inquietante con la que describía el momento histórico que habitamos: una realidad construida en el aire y sin cimientos, conmocionada por un sinfín de amenazas (terrorismo, guerras, hambre, pobreza, manipulación, etc.), en cuyo interior crecen la incertidumbre y el riesgo, la angustia y el desasosiego.
La sensación de estar ?sentados en el borde de un volcán?, haciendo uso de las palabras a las que recurre el ensayista triestino, recuerdan más que nunca el infortunio que nos acecha. Con él se evidencia la fragilidad de una civilización sustentada en un modelo de desarrollo insostenible, profundamente asimétrico, insensible a la continua vulneración de los derechos más básicos en materia de igualdad, justicia y libertades. Por tanto, un desarrollo poco o nada ético, en el que encuentran asiento numerosas incongruencias políticas, ecológicas, morales y religiosas.
No son buenos tiempos para demasiadas cosas, aunque ciertos indicadores del ?bienestar? que disfruta parte de la población contradigan un diagnóstico tan pesimista. De hecho, hay algo de verdad en la necesidad de ser optimista y vencer el escepticismo: lo que durante décadas y hasta siglos eran sueños hoy encarnan realidades tangibles, próximas y cotidianas en diversas esferas de nuestra existencia individual y colectiva. Somos y tenemos lo que no hace mucho simplemente anhelábamos e imaginábamos (a veces, ni tan siquiera eso), beneficiando las condiciones de salud, trabajo, comunicación, recreación, cultura? de millones de personas, aún cuando muchos de sus logros contribuyan a agrandar las contradicciones expuestas. Entre otras cosas, también en esto consiste lo que hemos dado en llamar ?globalización?.
Tampoco son los mejores tiempos para la educación, a pesar del protagonismo que le vienen otorgado las declaraciones internacionales y las leyes nacionales al proclamar la mejora de su calidad, impulsando reformas e innovaciones que acompasen las prácticas educativas con los cambios exigidos por una sociedad que acostumbra a denominarse de la información, del conocimiento y/o del aprendizaje. Como se sabe, lejos de ser convergentes con sus principios más básicos, muchas de esas prácticas ? dentro y fuera de los sistemas escolares ? siguen instaladas en el fracaso, la frustración, la exclusión y el desencanto.
En este escenario, pocos acontecimientos revelan tanto dramatismo ético y pedagógico, por sus componentes materiales y simbólicos, como los que anidan en la violencia que golpea los centros educativos en la última década. Y que, como una plaga de langosta, ha ido invadiendo los territorios de las instituciones escolares perturbando la convivencia en las aulas, el trato entre iguales, las relaciones profesores-alumnos, la interacciones escuela-comunidad. Con rasgos similares a otras violencias (callejeras, domésticas, etc.), el acoso físico y psicológico está al orden del día en los colegios, ganando espacio en los titulares de los medios de comunicación social; ahora y de un modo particularmente notorio en Europa, aunque se trata de un fenómeno de alcance mundial, amparado por las críticas circunstancias en las que se mueven los procesos de urbanización, el acceso al consumo y los abusos mediáticos.
Para bastantes especialistas es ?un problema tan viejo como la escuela?, ya que siempre ha habido violencia en ella. No obstante, se insiste en que es un tema poco estudiado, ante el que los profesores apenas pueden actuar con eficacia, por más que sobre él tengamos cada vez mayor visibilidad acerca de cómo se manifiesta y de cuáles son sus consecuencias, incluido el sufrimiento ?victimización, pérdida de la autoestima, temor, fracaso escolar, maltrato, robo, etc.? de miles de niños y adolescentes.
Sea como sea, nuevo o antiguo, el ?bullying? (expresión anglosajona en la que se resume ser víctima de violencia física o psicológica por parte de compañeros de forma permanente) se propaga rompiendo las barreras del silencio. Con su denuncia se ha avanzado significativamente en el desvelamiento de un drama que ya se ha teñido de muertes, dejando de ser ?cosas de niños?. Pero no basta. Necesitamos respuestas que redefinan el papel de la escuela y de los profesores ante éste y otros problemas similares. También, y con urgencia, la apuesta decidida por una educación en los valores de la convivencia; el cuestionamiento crítico de los impactos ?formativos? de los medios de comunicación social; la asunción de responsabilidades por parte de las Administraciones Públicas y de las familias; las contribuciones de la ?Educación Social? y, con ella, de otros actores-profesionales de la educación (pedagogos, educadores, orientadores, psicopedagogos, etc.).
Podremos coincidir en que todavía estamos ante episodios aislados, o que su gravedad no tendría porque ser más inquietante ahora que hace años. Incluso podremos aceptar, en clave sociológica, que sus señales trascienden los muros de la escuela, siendo equiparables a las que se exteriorizan en otras prácticas sociales, sobre todo en el mundo de las competiciones deportivas y en las concentraciones musicales. Lo que no podemos obviar, ética y pedagógicamente, es que estamos ante problemas que nos afectan como docentes y ciudadanos. Cuando estamos al borde de un volcán en erupción, nada más inseguro que limitarse a contemplar el paisaje.


  
Ficha do Artigo
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Edição:

N.º 140
Ano 13, Dezembro 2004

Autoria:

José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela
José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela

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