Ya en la tradición clásica de la "temprana ética griega", la
paideia ocupaba un lugar relevante en los modos de imaginar la convivencia; y,
consecuentemente, en las formas de educar para vivir con otros, otorgando
distintos significados a la construcción de una ciudadanía soportada por
derechos y deberes orientados al bienestar colectivo.
El aprendizaje social, ligado a la regulación moral de la
conducta, a la socialización en ciertos valores e ideales, a actitudes y
comportamientos pautados normativamente... se asocia, desde entonces, a los
logros de cualquier educación que pretenda perfeccionar la naturaleza humana.
La educación de y para la virtud, entendida como conocimiento de
los fines de la vida, la excelencia de ésta y el desarrollo máximo de sus
potencialidades, suscitaron desiguales inquietudes en los discursos de
Sócrates, Platón o Aristóteles. Y, más tarde -desde el Renacimiento hasta
nuestros días-, en casi todos los intelectuales y educadores que trataron
responder al por qué y para qué se educa o nos educamos.
Interrogantes que fundamentan dos aspiraciones aparentemente contrapuestas: por
un lado, agrandar la autonomía y las libertades de cada sujeto; por otro,
incrementar los lazos sociales, el acercamiento a los demás y la coexistencia
pacífica.
Para lograrlo, históricamente las sociedades habilitaron diversos cauces,
amparándose en la creciente complejidad civilizatoria: las familias, los grupos
de pares, la vecindad y el trabajo se ubicaron en el primer eslabón; los
Estados, las Iglesias, las escuelas o los medios de comunicación llegaron
después, ajustando sus respectivas responsabilidades a una progresiva
especialización de tareas, cada vez más sujetas a derechos y deberes
inalienables. En ellos se asientan lo que denominaremos compromisos mutuos
a favor de la educación y de la inserción de las personas en la sociedad: compromisos,
por ejemplo, para que el derecho a la educación no avergüence a ningún pueblo
con su incumplimiento; mutuos, entre otras razones, para que todos y
cada uno de los ciudadanos se sientan partícipes del deber de transformar
situaciones que violentan la dignidad humana, como son la falta de equidad, la
opresión o la injusticia.
La ética de las profesiones sociales, en la que se sumerge el quehacer docente,
no puede situarse al margen de las obligaciones inherentes a estos compromisos,
moldeados por la convivencia, el "servicio" a otros o el impreciso afán de
cambiar la sociedad. Al menos, si admitimos que los profesores -como cualquier
otro "trabajador social"- que quieran vivir éticamente su profesión deben
reflexionar y actuar tomando como referencia tres dimensiones inseparables,
según Bermejo Escobar: la teleológica, que alude a las finalidades
específicas de la profesión y a las contribuciones que ésta presta a la
sociedad; la normativa, en la que se incluyen los valores, principios,
normas y obligaciones guían la conducta de los profesionales; y, por último, la pragmática,
vinculada a la actuación ordinaria, a la resolución de problemas y conflictos
cotidianos.
La combinación de estas tres dimensiones presupone que no se trata sólo de
realizar bien el trabajo o de hacer un buen trabajo (que en el
lenguaje al uso identificamos como eficacia, eficiencia, competencia,
aptitud...), sino también de ser conscientes del para qué y por qué
hemos de hacerlo. Cuando la meta es educar a otros, o, con mayor sentido,
ayudar a que se eduquen por sí mismos, no basta con "progresar adecuadamente",
"rentabilizar los recursos" o "alcanzar los objetivos". Tanto o más importante
será preguntarse por la naturaleza de dicho progreso, por las consecuencias y
los significados últimos de todo logro formativo. Máxime cuando son
interrogantes que eluden las triunfantes concepciones liberales de la "calidad
educativa", como si en nombre de la "calidad" y de la "educación" pudiera
decirse y hacerse cualquier cosa.
En este contexto, apelamos a la ética de los compromisos mutuos como una
forma de recuperar perspectivas para la sociedad, la educación y la profesión
docente. Entre otras, las que permitan la participación de múltiples agentes en
las decisiones y actuaciones educativas, en las políticas y proyectos que las
promueven; las que combatan la alienación o el extrañamiento sociológico que
padecen muchos profesores, convertidos en simples satisfactores de necesidades
y demandas "externas", no siempre atentos a motivaciones pedagógicas.
Finalmente, aunque sin agotar todas las opciones, las que ayuden a entender que
a pesar de que los derechos y deberes nos afectan a todos, lo hacen de un modo
especial a quienes desempeñan su profesión en el dominio de "lo" público, con y
para diversos públicos, en tiempos y espacios que además de ser sociedad,
obligan a crear sociedad. Aceptar este hecho comienza siendo un empeño
personal; resolverlo coherentemente sólo será factible con la colaboración de
otros.
A esta cooperación se remite la ética de los compromisos compartidos: en primer
término, para que todos y cada uno de los ciudadanos se sientan implicados en
los procesos, como educadores y educandos; en última instancia, y sin duda la
más importante, para que nadie se sienta excluido de ellos.
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