La crisis ha llegado demasiado lejos. Se ha vuelto intolerable e inexplicable, incluso en sus claves financieras. Insondable e impredecible en todas sus profundidades. Indignante. Las ilusiones pequeño-burguesas que alimentaron durante décadas formas de producir y consumir desbocadas, se han derrumbado estrepitosamente. O lo que es peor aún, prosiguen en su demolición sin que nada ni nadie ponga la racionalidad y la sensatez necesarias. Y, con ellas, el coraje preciso para reorientar decisivamente los rumbos de un mundo completamente desajustado, agotado. En muchos frentes, como diría Maalouf, hemos entrado en este siglo sin brújula, desasosegados intelectualmente, ahogado por el cambio climático, perturbados por los sobresaltos contables, incompetentes en los quehaceres geopolíticos y totalmente desnortados éticamente. Pareciera que ya no somos nadie en medio de una invocación tan continuada como frustrante, a adoptar modelos y estilos de desarrollo sostenibles. Los riesgos del crecimiento sin límites, anunciados en los primeros años 70 del pasado siglo, son ahora tangibles y dolorosos. Palpables e inhumanos. Injustos. Visibles en los rostros y en la piel de millones de personas – niños, jóvenes, adultos, mayores – condenadas al malestar, al desamparo y a la dependencia, justo cuando todos los mensajes enfatizaban los indicadores más vigorosos del bienestar, la seguridad y la autonomía, conquistados a base de educación y trabajo. Así nos lo hicieron ver – socializándonos en las leyes del mercado – sus principales artífices, crédulos del neo-liberalismo y sus supuestas bondades en un mundo que nos hacía imitables, destino de los que siempre experimentaron situaciones de crisis, sobreviviendo en las orillas de cualquier abundancia. Sin explicar muy bien los porqués de su insultante riqueza, frente las condiciones de pobreza de miles de millones de habitantes del planeta, el “Norte” padece los males de su propia avaricia, en un estado de perplejidad, inestabilidad y alarma para el que no fuimos “socializados”. En este escenario han alzado su voz “los indignados” en varios países del mundo. Una expresión en la que se resume la rabia contenida durante meses y años por cientos de miles de jóvenes a los que se está negando su futuro, a los que reiteradamente se ensalzó como los más y mejor formados de toda la Historia de la Humanidad. A ellos han unido sus voces numerosas personas de todas las edades y condiciones, que comparten solidariamente su afán por conseguir una sociedad más activa en sus prácticas democráticas, que sea justa y equitativa en la atención a las necesidades sociales, sobre todo de los colectivos más frágiles, convivencial y éticamente decente. Son propósitos en los que la Pedagogía Social, históricamente, ha situado buena parte de sus expectativas, en los discursos y en las prácticas, comprometiendo la voluntad de educar y educarse “socialmente” con procesos de cambio y de transformación social liberadores, que afronten con radicalidad crítica los problemas fundamentales y globales de cada individuo y de los seres humanos en su conjunto. Una educación esperanzada en sus opciones de contribuir a una ciudadanía más plena, que sin caer en las trampas del determinismo, la ingenuidad o el dejarse ir, asuma el desafío que supone cooperar en el logro de un desarrollo alternativo, que al tiempo que combate las injusticias del tiempo presente proponga distintos modos de estar y de ser en el mundo: económicamente saludable, socialmente cohesionado e inclusivo, cotidianamente pacífico. En la indignación, apelando a la urgencia de una educación dialógica – que naciendo de la toma de conciencia y haciendo de las “marchas” (de los sin tierra, sin techo, sin trabajo...) un movimiento contra el poder de las jerarquías –, situó Paulo Freire sus últimos testimonios escritos, que su esposa Nita decidió publicar en homenaje a su inmenso legado pedagógico. Un mensaje premonitorio en nuestras coordenadas geográficas y sociales, del que emerge la inequívoca responsabilidad de la educación en la lucha contra el fatalismo y su inquietante deseo de paralizarnos en el pensamiento y en la acción. Una lucha en la que – diría Freire – tenemos el deber moral de romper los silencios y de manifestar nuestras posiciones frente a lo que sucede a nuestro alrededor. La economía y las políticas conocidas, amparadas en las tesis conservadoras neo-liberales, que tanto prometieron, han fracasado con escándalo. Ellas están en el origen del problema y difícilmente podremos encontrar en su interior las soluciones que se precisan para construir un porvenir más habitable. Sus artimañas, por fin, han causado la indignación social que se ha expandido por toda Europa con la última primavera, otra vez en mayo. Un sentimiento de hartazgo y de reacción cívica ante los abusos de los poderosos y la violación reiterada de los derechos humanos, a los que la educación no puede volver la espalda. Un movimiento del que aprender y al que la Pedagogía Social debe aproximarse concernida e implicada!
José A. Caride Gomes
|