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La alteridad pedagógica, extensión ética de la profesión docente

En las interpretaciones más convencionales de lo que preocupa y ocupa a la Ética, ésta suele presentársenos como una parte de la Filosofía con la que se busca fundamentar la moralidad de los actos humanos, o lo que viene a ser lo mismo, de aquello que hacemos al otro y con otros mediante nuestras acciones y omisiones. De ahí su justificación como una experiencia individual y social, coyuntural y cíclica a un tiempo, inseparable de las connotaciones biográficas e históricas que nos caracterizan como personas y sociedad.
De esta lectura se desprenden, al menos, dos cuestiones clave para la vida en común: por una parte, la necesidad de determinar quién es ese otro diferente a nosotros (lo que está en el origen de las teorías sobre los sujetos y objetos morales); por otra, qué podemos decir acerca de tales acciones y omisiones (lo que tiene como corolario un variado elenco de teorías sobre la acción moral). Por mucha complejidad que encierren, la trascendencia de las respuestas que se den a estas dos cuestiones genera pocas dudas. Sea cual sea el ámbito de la vivencia y experiencia humana a la que se refieran, siempre serán respuestas importantes para alguien.
El hecho mismo de sentirnos interpelados como agentes o destinatarios de lo que se determine, siempre va a situarnos en el centro (o en la periferia) de lo que se declare y haga, tanto desde una perspectiva individual ?la ética, considerada en si misma, es primariamente personal? como en sus representaciones colectivas, allí donde la ética se construye socialmente como un trayecto de encuentros y relaciones recíprocas, de consensos y tolerancias mutuas, de ciudadanías múltiples y diversas, de derechos y deberes que se armonizan.Mucho de los que venimos expresando coincide con lo que el filósofo lituano Emmanuel Levinas (1905-1995) y el pensador español José Luís López Aranguren (1909-1996), junto con otros autores, dieron en llamar ?alteridad?, entendida como la relación del ser con el otro, de ?mi relación con el otro? igual pero distinto, que incluye la capacidad ética de reconocerlo y responsabilizarme de quién es, de lo que hace o desea. Una alteridad, en cualquier caso, que además de ser una característica intrínseca de la ética, la recrea y afirma en sus esencias más humanas, aquellas que sin negar el poder de la razón acentúan el valor de las emociones y de la convivencia social en democracia. Para ello, nos dirá el biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana (1928), hemos de enfatizar el sentido de lo humano, la legitimidad de la confianza en nosotros y en los otros, en las instituciones  democráticas y en los cambios culturales, que pasan ?aunque no sólo? por un cambio en las emociones. Porque cada vez que uno se emociona con el otro y lo respeta, obtiene respeto; del mismo modo que cuando acepta y estima al otro, obtiene aceptación y aprecio.
En un mundo que todavía no ha resuelto satisfactoriamente la tensión entre el yo y los otros, en el que se extreman las desigualdades, los egoísmos y la competitividad que traen consigo las luchas tribales de nuevo cuño y algunos de sus más visibles escaparates postmodernos (el fundamentalismo político y religioso; el consumismo a ultranza o la voracidad de los mercados financieros), pensar al otro y, más aún, ser con el otro, deviene en una aventura harto complicada y, si cabe arriesgada. Y, sin embargo, es lo que justifica en sus más profundos significados el ?magisterio docente? y, con su desempeño, la misión educadora como tarea que nos responsabiliza y compromete con quienes ?niños, jóvenes o adultos?  nos abocan a lo que podríamos llamar alteridad pedagógica.
Esto es así tanto en cuanto pocas ocupaciones, como el magisterio o la enseñanza (podríamos añadir las que se ocupan de la salud, la justicia o la inserción social) tienen un sentido de la alteridad tan definido, y al tiempo tan sugestivo, como la profesión docente, al concretar en sus prácticas un derecho social básico para el reconocimiento de la ?otredad?: la educación, cuyas carencias y fracasos ?en principio del sistema educativo y de las escuelas, pero sobre todo de quienes transitan por ellas? aboca a los ciudadanos a padecer importantes déficits en el ejercicio de otros derechos (a la igualdad, la libertad, trabajo, ocio, etc.), a los que cercena en su ejercicio, empobreciendo o reduciendo seriamente las oportunidades vitales. 
Con la educación no sólo se abren las puertas al entendimiento y a la sabiduría, combatiendo los males endémicos que acarrea la ignorancia. Más que eso, aún siendo mucho, también facilita el conocimiento y el reconocimiento de los otros que nos precedieron y con los que coexistimos, haciéndonos depositarios de saberes y competencias que amplían nuestra capacidad de relación con ellos y entre nosotros. No sólo en el plano material y técnico mejorando sustancialmente los desarrollos de la vida, también en las dimensiones morales y éticas que nos agrandan la comprensión y en la valoración del otro, con el-la que es posible el diálogo, la comunicación o la participación? virtudes pedagógicas con las que Paulo Freire ? y, con él, una extensa nómina de educadores ? fueron maestros en alteridad.


  
Ficha do Artigo
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Edição:

N.º 154
Ano 15, Março 2006

Autoria:

José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela
José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela

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