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Cuando la Educación Social se viste de amarguras

Ya es hora de comenzar a valorar lo que perdemos, en los des-encuentros y en los afectos, en la vida en común y en sus convivencias: un hacer cívico al que la educación no puede ni debe renunciar. Menos aún cuando no dejan de invitarnos a la mansedumbre y a la resignación. Digamos no!

No fuimos educados para lo que nos está pasando, aunque sí reiteradamente advertidos de las fragilidades inherentes a un mundo convulso, acostumbrado a modos de producir y consumir insostenibles; o lo que es lo mismo, injustos e injustificados. Es lo que tiene vivir en una sociedad de riesgos, arriesgando. Un aprendizaje ‘social’ que obviamos e, incluso, desdeñamos.
Porque se veía venir, en un escenario cada vez más sometido a los poderes – visibles y ocultos – de las corporaciones y los organismos financieros internacionales, com la complicidad diligente de sus ‘administradores’ nacionales, convenientemente aleccionados para mejorarnos la vida, aunque sea matándonos de hambre. La paz, como relatan los vencedores tratando de socializarnos en las bondades de sus conquistas, siempre contrae deudas com alguna guerra. Así entienden la educación ‘social’ los de arriba, asimilándola a un trayecto de imperfecciones y amargores, en las escuelas, las iglesias, las familias o las comunidades.
Quisieron prepararnos para que así fuese. De hecho, sea cual sea la mirada, casi todo nos ciega y abruma: la miseria, el paro, la corrupción, los desahucios, el engaño… No es pesimismo, son realidades. Las verdades se hacen incómodas, mientras prosperan las imposturas. Tras padecer durante décadas la mayor de todas ellas, la dictadura, lo que quisimos construir como una democracia de libertades y equidades se desmorona. No caen los culpables, caemos las víctimas. No sucumben ni la riqueza ni la opulencia; muy al contrario, aumentan y se acumulan en cada vez menos feudos, protegidos ante cualquier injerencia: salvados y, paradójicamente, salvadores, investidos de un enorme – e insultante – protagonismo en la gobernanza del Planeta, local y global. Muchos de ellos los más educados, en las escuelas y Universidades de mayor prestigio de sus países y hasta del mundo: outra lección social de la educación, mal llamada “formal”, y de sus incongruencias éticas. Ellos y nosotros: una dualidad tramposa que contrapone las fortunas de unos pocos miles de millonarios en euros, yenes o dólares, a los infortunios de miles de millones de personas que carecen de lo más básico: salud, formación, vivienda, agua, alimentos, autonomía, derechos… Ellos, los poderosos, y sus astucias, hasta el punto de conseguir que, nunca como hoy, los que encarnamos el nosotros, seamos más ‘terminales’: una expresión metafórica en la que al tiempo que se refleja la creciente expansión de las coberturas tecnológicas, constatamos la incesante regresión de los servicios y las prestaciones sociales. Cuando todo parecía que nos aproximaba al Estado del Bienestar, tras décadas de luchas y reivindicaciones, sus anclajes se desgarran a pasos agigantados en nombre de la ‘crisis’, como si no fuese esta palabra la que nos hizo confiar en él para abandonar para siempre la barbarie, la beneficencia o las dependencias. Con su caída, la educación pierde uno de sus horizontes sociales más esperanzados: los de una Humanidad sustancialmente humana. Casi ofende tener que invocarlo. Las fortalezas asociadas a los avances del conocimiento, a su posibilidades de acceso y uso en las mallas virtuales, están muy lejos de garantizar la felicidad humana, cada vez más debilitada por la cultura del espectáculo, la distracción superflua, el individualismo cosmopolita, la conversación apresurada o la pereza insolidaria a la que nos ha ido abocando la red. La era de internet y sus “escuelas paralelas”, movilizadas y dirigidas por los médios de comunicación de masas, hacen más asequibles los contactos, la conexión directa, el intercambio y sus efectos cotidianos…
Sin duda hemos ganado mucho con ello. Pero ya es hora de comenzar a valorar lo que perdemos, en los des-encuentros y en los afectos, en la vida en común y en sus convivencias: un hacer cívico al que la educación (sobre todo aquella que apellidamos “social”), en las escuelas y las Universidades, en las calles y en los centros culturales, en las familias y en las ciudades, no puede ni debe renunciar. Menos aún cuando, como nos sucede ahora, no dejan de invitarnos a la mansedumbre y a la resignación. Digamos no!

José A. Caride Gómez


  
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Edição:

Edição N.º 200, série II
Primavera 2013

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