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El poder es cosa de hombres

Resulta incontestable el hecho de que hay más hombres que mujeres en puestos de poder. ¿Por qué? ¿Es que las mujeres no valen para mandar? ¿Es que no les interesa el poder? ¿Es que no las nombran quienes pueden hacerlo por el hecho de ser mujeres ¿Es que no están preparadas?

En el transcurso de la escolaridad las niñas obtienen unos resultados iguales o mejores que sus compañeros. No está, pues, en los genes esa pretendida inferioridad tantas veces invocada para explicar una situación tan paradójica. ¿Por qué, luego, no están en puestos de responsabilidad y de poder? En otros lugares he hablado de esta "falla sociológica", de este abismo que rompe la lógica de una continuidad o de un progreso coherente con los éxitos escolares previos. Produce esa "falla" un compromiso de la mujer con la familia que ha distribuído los papeles de forma injusta o, al menos, caprichosa. En muchas empresas, en los centros escolares, en los partidos políticos, cuando se presentan candidatos para elecciones, muchas mujeres declinan esa responsabilidad diciendo: No puedo. Yo tengo que hacer la cena. Tengo que atender a los niños.Tento que arreglar la casa.
Pero, esa no es una razón para eludir los cargos. Esa es una una simple consecuencia de un modo de concebir el reparto de responsabilidades domésticas. ¿No puede el varón atender a los niños, no puede cocinar, no puede limpiar la casa? Se produce, pues, una retirada "voluntaria", una opción por responsabilidades y tareas que la sociedad ha dedicido encomendar a las mujeres.
Otra razón, no menos consistente que la primera, es la suposición de que para ejercer el poder hacen falta unas cualidades (ambición, fuerza, contundencia, fortaleza, insensibilidad, resistencia a la frustración, habilidad...) que la cultura atribuye a los varones. Ni el primer supuesto ni el segundo pueden sostenerse con rigor.
Una tercera causa son las escasas expectativas que la sociedad (la familia, los compañeros, los amigos, los jefes...) evidencian sobre las posibilidades de logro de las mujeres. Y ya se sabe: las personas tienden a acomodarse a las expectativas que se formulan sobre ellas. Si se espera poco de ellas, dan poco. Este fenómeno (conocido como "efecto Pigmalión") condiciona la vida de las personas. Y pone etiquetas sobre ellas y sobre sus comportamientos. Cuando una mujer manifiesta aspiraciones de mando, sus familiares y amigos (y, sobre todo, sus enemigos) dirán que es una mujer "hombruna", ambiciosa y creída.
Hay quien, para decir que ya no existen los problemas de la discriminación de la mujer, utiliza el socorrido "mito de la excepción", que podría enunciarse así: "cuando una mujer llega al poder, todas pueden llegar". No es así. Porque si mil hombres y mil mujeres acuden a copar diez puestos de mando y los hombres parten con unas condiciones mucho mejores, no llegarán ellas igual que ellos. Por eso me parece acertada la política que algunos partidos están promoviendo para que haya paridad en el número de hombres y mujeres en las candidaturas. Algunos dicen que no está bien que las mujeres ocupen puestos de responsabilidad por el hecho de ser mujeres, sino porque valen. Claro que valen. ¿Es que no hay mujeres valiosas para ocupar el cincuenta por ciento de los puestos? Lo que consigue esa norma es romper unas inercias cargadas de discriminación, garantizando la presencia de las mujeres en la política. Quienes dicen que los ciudadanos votan a quien quieren, que nada tiene que ver el sexo en esas cuestiones, no piensan que no es casualidad que hasta el presente son los hombres quienes acaparan los puestos de poder. ¿Todos valen para ejercer esas responsabilidades?
Resulta curioso comprobar cómo, cuando una mujer ocupa un puesto de responsabilidad y fracasa en su desempeño, muchos críticos achacan la incompetencia al género de la persona, al hecho de que sea una mujer. Nunca he visto explicar el fallo de los hombres por su condición masculina. Si fracasa una mujer es porque es mujer. Si fracasa un hombre, porque es torpe o perezoso.
Las mujeres, quizás por su larga experiencia en el gobierno de la casa, quizás por un largo camino recorrido de opresión, tienen un sentido práctico que falta a muchos hombre, un peculiar sentido de la realidad. Hace unos días me contaban una curiosa y simpática historia. El marido llega a casa como muchos otros días, en un caballo que lleva una carga de melones. Una de las alforjas está cargada de melones, la otra está ocupada por el marido. Al llegar a la casa, llama éste a voces a su mujer, que sale para ayudarle a descargar. Lo hacen del siguiente modo. La mujer saca un melón de una alforja y el marido saca el brazo derecho de la suya, ella retira otro melón y él saca el brazo izquierdo, ella quita un tercer melón y él saca una pierna... Así, hasta que están todos los melones en una caja y el marido de pie al lado del caballo. Cuando están cenando, dice la mujer:
- Estoy pensando que no haces bien la carga. ¿Por qué no pones la mitad de los melones en una alforja, el resto en la otra y tú vienes cómodamente sentado en el caballo?
El marido detiene la cuchara que está llevándose a la boca, se queda pensativo y se dirige a su mujer con tono recriminatorio:
- Es que vosotras las mujeres lo veis todo muy fácil...
Se ha avanzado mucho, pero todavía queda muchísimo por hacer. Todavía están instaladas en la sociedad muchas instancias que potencian el machismo y la discriminación por el género. ¿Cómo no indignarse al ver que la Iglesia católica sigue negando el acceso al poder eclesiástico a las mujeres (independientemente de que alguna quiera acceder a él)? ¿Cómo no asombrarse de que en la Monarquía española tengan los varones prioridad en el derecho sucesorio? ¿Cómo no sorprenderse de que algunas asociaciones tengan todavía prohibido el acceso a los mujeres? ¿Cómo es posible que siendo las madres las primeras y más importantes educadoras de sus hijos e hijas, sigan siendo tan potentes los hábitos y las actitudes machistas?, ¿cómo es posible que la escuela siga manteniendo muchos comportamientos sexistas?...
Es preciso diferenciar educación de socialización. Socializar es ayudar a que las personas se integren en su cultura. Educar es hacer posible que esa incorporación tenga un sentido crítico y comprometido. No todo es aceptable en la cultura. Quien está educado es capaz de discernir lo que es justo o injusto dentro de ella. La cultura no ha de ser respetada cuando quebranta los derechos humanos. Ya tenemos mucha experiencia del mando masculino. No podemos estar especialmente orgullosos los hombres de cómo hemos ejercido el poder, de cómo lo estamos utilizando. ¿Qué sucedería si ahora mandasen las mujeres? Si se trata de comparar, lo tienen fácil. Es imposible hacerlo peor.


  
Ficha do Artigo
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Edição:

N.º 134
Ano 13, Maio 2004

Autoria:

Miguel Ángel Santos Guerra
Professor Catedrático de Didática e Organização Escolar, Universidade de Málaga
Miguel Ángel Santos Guerra
Professor Catedrático de Didática e Organização Escolar, Universidade de Málaga

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