Más allá de las dificultades que implica desarrollar conocimientos, fundamentar
y transmitir saberes, motivar aprendizajes, renovar métodos, tutorizar procesos,
evaluar logros (...) el desempeño docente sitúa a los profesores ante un desafío
de enorme trascendencia moral: contribuir a la felicidad de las personas...
La vida en común transfiere a la educación responsabilidades ineludibles, en
cuyo interior la ética se nos presenta no sólo como el derecho y la voluntad
de hacer justicia, sino también como un "arte aprendido día a día",
en expresión que tomamos de Victoria Camps. Una ética, hemos de decirlo, inscrita
en la búsqueda permanente - acaso inconclusa - de un cierto modo de afirmarnos
como individuos y sociedad, de procurar la coexistencia con otros y de ser uno
mismo, de educar y educarnos como tarea cívica, de reconocernos y estimarnos
como ciudadanos. Todo ello sin que pueda obviarse la opresión que padecen millones
de personas en un mundo que ha globalizado la pobreza y las desigualdades hasta
extremos insospechados, privadas incluso de la oportunidad de tomar conciencia
de su aguda carencia de bienestar, vulnerables ante el impacto de múltiples
acontecimientos adversos, indefensas ante el agravamiento de su miseria y de
la persistente discriminación social que las afecta.
Por lo que somos como sociedad, justo cuando la diversidad - paradójicamente
- parece conducirnos hacia la construcción de nuevas identidades, ni aquella
búsqueda ni esta denuncia pueden ser leídas al margen de los rumbos por los
que ha de transitar la educación y los educadores en los próximos años. O ya
ahora, agitados por la urgencia de educar para un presente-futuro abierto a
trayectorias cada vez más plurales e inciertas, tanto desde una perspectiva
local y próxima como desde una visión global y planetaria. De ahí que el
deber ser que induce la reflexión ética no pueda limitarse a proponer
un código universal de derechos y deberes fundamentales (acerca de la libertad,
la justicia, la igualdad, la tolerancia, la solidaridad, etc.), sobre los que
ha llegado a alcanzarse un aceptable consenso; más que esto, es preciso situar
el quehacer ético en la cotidianeidad de las actitudes, de las conductas y los
comportamientos, transversal a cada realidad vivida, inscrito en palabras y
hechos que permitan imaginar el futuro de la Humanidad en el escenario de una
sociedad menos perversa.
Aludimos, por tanto, a una ética facilitadora del encuentro entre iguales, encaminada
a una legítima y democrática exploración de los intereses compartidos, inscrita
en las necesidades de las personas y los pueblos, congruente con la exigencia
de ampliar los horizontes del respeto a todos y cada uno de los seres humanos.
Que así sea, deriva en nuevas lecturas del "contrato social" que sustenta la
"conversión" de hombres y mujeres en ciudadanos y ciudadanas conscientes, libres
y responsables, plenamente partícipes de los procesos de socialización (cultural,
política, económica, etc.) que vertebran su comunidad de pertenencia. No como
un punto de llegada, sino de partida; menos aún, como una forma de disgregarse
o de rehuir la convergencia con "otras" comunidades. Muy al contrario, será
un modo de integrarse en ellas, tomando como soporte la vivencia comunitaria
que se remite a las singulares experiencias de cada sujeto, ampliando y no restringiendo
la co-implicación de los aspectos personales y sociales en nuevos proyectos
de civilización. Lo que refuerza la idea de la "communitas" como un espacio-tiempo
de relaciones múltiples entre individuos concretos, históricos e idiosincráticos.
Más allá de las dificultades que implica desarrollar conocimientos, fundamentar
y transmitir saberes, motivar aprendizajes, renovar métodos, tutorizar procesos,
evaluar logros..., hacerse cargo de estas circunstancias y de sus significados
en el desempeño docente sitúa a los profesores ante un desafío de enorme trascendencia
moral: contribuir a la felicidad de las personas, asumiendo que es la propia
condición ciudadana de los educadores la que debe actuar como referencia inexcusable
de cualquier propósito orientado a educar a otros en la ciudadanía.
Al respecto, cabe recordar que la ética, como decía José Luis Aranguren, considerada
en sí misma, es "primariamente personal", admitiendo con ello que es cada hombre,
en situaciones concretas y en cada momento de su vida, quien ha de proyectar
y decidir lo que va a hacer. Ahora bien, en ningún caso, insistía, sin que deba
interpretarse que la primacía de lo personal conlleva indiferencia o desafecto
hacia una "ética social", en la sociedad, para y por la sociedad.
En primer término, porque al ser una ética que se reivindica "social" debe propiciar
la alteridad que subyace a la interacción y comunicación con "otros semejantes";
en segundo lugar, y con perspectiva histórica, porque sólo desde una lógica
social es posible garantizar la cohesión que precisan las sociedades modernas,
compaginando la libertad de cada individuo con los compromisos que han de contraer
en y con las comunidades de las que forman parte.
Es en esta doble perspectiva, contingente a lo interpersonal y a lo socio-político,
estrechamente ligada a una educación en valores, donde deben situarse los cometidos
sociales -y no exclusivamente los de alcance individual- de la profesión docente.
Porque en ellos se asienta mucho de lo que justifica su presencia y relevancia
en la biografía de cada individuo, asociada a la prestación de un servicio público,
con proyección y vocación públicas. O, lo que es lo mismo, asumiendo tareas
que deben ser pensadas y practicadas en función de los demás, incluso de todos
los demás. Y esto no puede hacerse de cualquier manera; de ahí nuestra insistencia
en una "ética social" que inscriba el trabajo de los profesores en la senda
de los intereses comunes de la sociedad. En eso estamos.a
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