Con frecuencia, la sociedad olvida que enseñar es difícil. O, al menos, eso parece
cuando se pasa por alto que necesitamos ser enseñados por otros, enfatizando casi
exclusivamente el mérito de quién aprende; es decir, de todos. De hecho, en la
educación que imaginamos y reivindicamos, no pondremos en duda la importancia
de esto último: conocer, saber, cultivarse, formarse, instruirse, educarse...,
son tareas demasiado hermosas para inhibirnos ante los múltiples significados
que aportan a la construcción del ser humano. Más aún, la vida, en cualquiera
de sus manifestaciones, es aprendizaje hasta extremos insospechados: somos mucho
de lo que aprendemos, del mismo modo que aprendemos mucho de lo que somos. La
Humanidad se ha hecho a través del aprendizaje. Negarlo es negarnos como presente
e historia.
Late, sin embargo, una profunda injusticia en la desmemoria
que sufren la enseñanza y los enseñantes. La primera, desvelando su fragilidad
ante la enérgica fortaleza de las industrias mediáticas y sus afanes por equiparar
información a conocimiento, virtualidad a virtud, libertad a mercado, comunicación
a lenguajes, interacción a recursos. Los segundos, sintiéndose cada vez más
perplejos ante las realidades que trazan las incesantes reformas del sistema
educativo, las disposiciones de los Ministerios, el desapego de los alumnos,
la indiferencia de la sociedad, el hastío profesional o la violencia en los
centros. En cualquier caso, tal y como vienen subrayando diversos estudios,
poniendo de relieve problemas que adquieren proporciones endémicas en los países
desarrollados de todo el mundo. También en los subdesarrollados, aunque estén
obligados a centrar la atención en cuestiones mucho más elementales para su
subsistencia material y cultural: combatir el hambre y la pobreza, tener acceso
a un puesto escolar o proveer una alfabetización generalizada.
No aludimos a escenarios inventados. De un lado, y sin otro
propósito que ilustrar los hechos, hace años que se constata como nuestros niños
y jóvenes pasan más tiempo ante un televisor que en compañía de un maestro;
las pantallas relativizan el poder socializador de la escuela o, como mínimo,
lo contrapesan. De otro lado, son muchos los profesores cuyas biografías revelan
como se incrementa su alienación respecto al trabajo, a los colegas y a los
estudiantes, estando a menudo bajos de ánimo, deseosos de abandonar y profesionalmente
enfermos; las rutinas ahogan la voluntad de educar, debilitando las ansias de
quienes están llamados a exhibirla y afianzarla cotidianamente.
Somos conscientes de que para afrontar estas realidades no
llegan los discursos. Tampoco el pensamiento que se habilita en las teorías.
La cuestión, por fortuna para la educación y la propia sociedad, es mucho más
profunda y compleja; no sólo porque requiere del pragmatismo de las iniciativas
o del testimonio de los hechos, del refrendo de las políticas o de la participación
ciudadana. También, y sobre todo, porque exige compromisos éticos. Es aquí donde
tratamos de situarnos. De aquí partimos para transitar por los espacios abiertos
en A Página da Educaçao. Lo hacemos a modo de paseo, mirando, interpretando,
proponiendo, responsabilizando... O eso pretendemos.
De ahí que, ya al principio, invoquemos el valor ético
de enseñar tratando de inscribir la ética en las señas de identidad de una
profesión y de una tarea que ha de ser a la vez valiosa y valerosa, haciendo
nuestras las palabras del filósofo español Fernando Savater. Lo "valioso" entendido
como una apuesta por lo que resulta apreciable e importante, y la enseñanza
lo es. Lo "valeroso" como una forma de aceptar el desafío de restablecer el
protagonismo de la educación en una sociedad local-global que ha hecho de la
incertidumbre una vivencia rutinaria. Podemos expresarlo de otra manera: el
valor de enseñar nunca se sitúa al margen de la ética con la que se enseña,
de igual modo que no puede prescindir de lo qué se enseña y para qué
se enseña. Incluso de dónde y cómo se enseña.
Al referirnos a los profesores hemos comenzado por quién
enseña -o lo pretende-, y a ellos retornaremos con la frecuencia que nuestra
colaboración disponga. No obstante, compartimos con Edgar Morin que "el método
es lo que enseña a aprender". La dificultad de enseñar tiene que ver con los
métodos. Si éstos son malos, no debe extrañarnos que la sociedad trate de olvidarlos
cuanto antes. El problema reside en que con ellos también se desestima el valor
de la enseñanza, sin que sirvan de consuelo los permanentes intentos que se
hacen para restablecer el valor del aprendizaje. En eso estamos y aquí nos quedamos,
convencidos del valor de la ética para ambos procesos. También para marcar diferencias
entre lo que supone estar de profesores o ser profesores. Volveremos
sobre ello.
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