|
Abundan las razones que ponen énfasis en los vínculos que la política y la educación articulan. Jaume Carbonell nos sitúa ante un juego semántico tan sugerente como controvertido, entre la neutralidad y el adoctrinamiento.
En las palabras, educación y política – dos prácticas sociales a las que debemos mucho de lo que somos individual y colectivamente – admiten múltiples lecturas e interpretaciones. Ninguna, aunque se haya intentado, ajena a la necesidad de vincular sus significados a los diferentes modos que tenemos de vivir y convivir. Como afirmara Paulo Freire, la naturaleza política de la educación es consubstancial a cualquier propuesta que implique humanizarnos, tomando la emancipación y la trans-formación (personal y social), no sólo la instrucción, como punto de partida y finalidad. De igual modo, la naturaleza educativa de la política es inherente a la misión de socializarnos, recordando que la equidad, la justicia o la libertad son principios fundamentales de la inacabada tarea que implica construir la “polis”, a la que Aristóteles ideó como una “comunidad de ciudadanos en un régimen político” (Política III).
Educación y política se necesitan. Abundan las razones que ponen énfasis en los vínculos que la política y la educación articulan en nuestras realidades cotidianas, cerca o lejos: dos ideas-concepto fundamentales para ilustrar y, en ocasiones, justificar el protagonismo que deben asumir las administraciones públicas en los Estados sociales y democráticos de Derecho, conciliando los intereses particulares con los generales. O, si se prefiere, ejercitando su papel mediador – por complicado y complejo que sea – en las relaciones de poder que se suscitan en torno a la titularidad y gestión de los bienes comunes, los beneficios económicos que deparan y los insaciables mercados que los alientan. Ante los poderes, vengan de donde vengan, ni la educación ni la política son neutras; como advirtiera hace años Josep Ramoneda, en su meritorio ensayo sobre la “pasión política”, se puede imaginar una sociedad sin Estado, pero nunca sin poderes, más o menos visibles u ocultos, con su inmensa capacidad para inhibir y/o reprimir, actuar y/o liberar. Diremos más: la educación y la política se necesitan mutuamente, sin obviar que el antes y el después, en la substantivación o adjetivación a las que dan lugar, les otorguen señales identitarias dispares, contradictorias y hasta conflictivas. De ahí que, aún siendo conscientes – racionalmente – de que ambas se precisan para agrandar la dignidad humana y dotarla de un mejor futuro, no es lo mismo afirmar que debemos tener una política educativa que expresarlo reivindicando una educación política. Si a estas alturas de la Historia ya nadie – ni tan siquiera los menos intervencionistas, de perfil neoliberal – cuestiona la primera, la segunda con solo mencionarla levanta polémicas y aversiones, derivando en convulsos enfrentamientos políticos; y, por si algo les toca, también religiosos. Con frecuencia las paradojas, como si fuesen hipótesis, pareciera que también precisan confirmarse o refutarse.
Resulta llamativo que no suceda lo mismo cuando se invocan la política económica versus la economía política, la política cultural vs la cultura política, o la política informativa vs la información política. Aceptando, sin demasiados reparos, que en todas habitan creencias, ideologías, valores cívicos (no solo bursátiles), posicionamientos morales, o una visión crítica... no se discute su pertinencia, elogiando – especialmente en las sociedades abiertas, educativa y políticamente más “avanzadas” – las valiosas contribuciones que cada una de ellas aporta a los quehaceres de la democracia, los derechos humanos y la vida con todas sus diversidades. Nosotros, sin profundizar ahora en este discurso, celebraremos la publicación del último libro de Jaume Carbonell, cuyo título original «La Educación es Política» (Ediciones Octaedro, 2018), de seguir otros rumbos, nos sitúa ante un juego semántico tan sugerente como controvertido, entre la neutralidad y el adoctrinamiento: la educación no es política; la educación es apolítica; la educación no es apolítica. Dejémoslo aquí para compartir con el autor su toma de postura, radical en el mejor sentido del término, clara e inequívoca: a favor de una política que promueva “una educación democrática que no adoctrina, porque no impone qué pensar, sino que abre caminos al pensamiento y a la reflexión... a las preguntas y a la pluralidad de voces y miradas”, y de una educación política “para dialogar, reflexionar y comprender el mundo”. Cómo, sin ella, dar respuesta a las preguntas más básicas acerca de la sociedad que queremos?
José Antonio Caride
|