La utopía es consustancial a la educación. Lo saben quiénes más la combaten, negando cualquier oportunidad de cambio e innovación. También lo saben quienes la invocan y reivindican como una forma de ser y estar en el mundo, comprometiendo el que hacer pedagógico con la transformación social.
Del griego oú (no) y τ?πος (topos), la palabra utopía – que literalmente nombra el lugar que no es lugar – alienta desde hace siglos el deseo de construir una sociedad ideal, caracterizada por la convivencia pacífica, el bienestar físico y moral de sus habitantes: una comunidad imaginaria, iluminada por principios filosóficos, políticos y económicos tan singulares como inexistentes en las realidades conocidas. Así la ideó Tomas Moro en su obra Utopía (“De Optimo Reipublicae Statu de que Nova Insula Utopia”), a la que celebramos y elogiamos cuando se cumplen los quinientos años de su primera edición (1516), en Lovaina. Una utopía de utopías que, al paso del tiempo, permiten – como escribiría el filósofo y teólogo Andrés Torres Queiruga en su prólogo a la traducción al galego de Utopía, publicada en el no 17 de la colección Clásicos do Pensamento Universal por la Universidad de Santiago de Compostela, en 2011, con financiación de la Fundación BBVA – que sigan “a resoar en todos nós as ilusións dos grandes ‘soños diurnos’ que nos habitan, onde o diñeiro non manda e todos somos iguais, onde os vellos e os enfermos están atendidos, onde as guerras apenas existen... e as que hai son fáciles de vencer, onde nos podemos rir dos vestidos, alfaias e ouropeis dos nobres e dos clérigos, onde o traballo non afoga e as familias son ordenadas e armónicas (esquezamos o excesivo patriarcalismo), onde os gobernantes serven e non explotan... Xusto a ‘utopía’ agochada no mais fondo de todos nós, raíz das críticas máis xustas e das ilusións inacabables”. La utopía rebelde y subversiva, hechizera e incorregible, que “no tiene bastante con lo posible”, como magistralmente interpreta, en su poesía hecha canto, Joan Manuel Serrat.
Una tarea cotidiana. De un modo u otro, la utopía es consustancial a la educación. Lo saben, aunque resulte paradójico, quiénes más la combaten desde los poderes establecidos, negando cualquier oportunidad de cambio e innovación en sus prácticas heredadas, dentro y fuera del sistema escolar, anclando el pensamiento y la acción educativa en la obsesión por la eficiencia y la eficacia; dos metas que proclaman inherentes a la calidad de la educación, cuyas realidades tangibles, expresadas en indicadores objetivables, dirán que casan mal con el idealismo de los ‘utópicos’. En la otra orilla, también lo saben quienes invocan y reivindican la utopía como una forma de ser y estar en el mundo, comprometiendo el quehacer pedagógico con la transformación social. Una tarea cotidiana de anchas avenidas cívicas y morales, que no renuncia – a pesar de las adversidades – a construir una sociedad más acogedora y habitable, consigo misma y con las condiciones que deben permitir sostener la vida en toda su diversidad. Una visión necesaria, diría Juan José Tamayo en su “invitación a la utopía” (2012), para afrontar las crisis de confianza con las que estamos iniciando el tercer milenio, poniendo énfasis en la trascendencia histórica de la tensión utópica: una posibilidad, entre otras, de dar luz a la oscuridad del presente... puesta al servicio de la emancipación humana y de la liberación de los pueblos.
De, con y para la ciudadanía. Aludimos a una educación que, como diría Paulo Freire, precisa tanto de formación técnica, científica y profesional, como de sueños y utopía, abriendo el conocimiento, el pensamiento y las prácticas educativas a otros horizontes y destinos, incrementando el compromiso cívico con quienes más la necesitan, justo cuando las interdependencias que desvela la globalización nos exponen, más que nunca, a los riesgos de las desigualdades y a las vulnerabilidades que se encarnan en la pobreza y la exclusión. Una educación de, con y para la ciudadanía, que más allá de asumir su protagonismo con la formación de personas libres, conscientes y responsables, no se inhiba ante el complicado – y complejo – desafío que supone participar plenamente de nuestra condición humana, como sujetos-protagonistas de una Historia que no ha concluido: partícipes en la toma de decisiones y en sus consecuencias prácticas, que vigorice los valores democráticos y los derechos humanos frente a la tiranía de los mercados. Esa educación que, sean cuales sean las circunstancias que la envuelven (en las familias, las escuelas o las comunidades), siempre está llamada a trascender la rentabilidad económica o la utilidad de los saberes aplicados, para cautivarnos con la grandeza de los ideales.
José Caride Gómez
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