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Balizas de señalización o la cuestión del método en pedagogía social

Se ha dicho de la pedagogía social que no es ni un método ni un conjunto de métodos. Pienso, en contrapartida, que una de las características diferenciadoras de la pedagogía social respecto de otras pedagogías ha sido el método o, precisando un poco más, los principios metodológicos.
Si la afirmación de que la pedagogía social no tiene un método propio significa que no existe una manera estandarizada y normalizada de hacer las cosas, entonces, efectivamente, la pedagogía social no tiene método.
Lo que deberíamos preguntarnos es si, en las ciencias sociales y en el marco de las relaciones humanas – y específicamente pedagógicas – tiene algún sentido utilizar el concepto de método de la misma forma que se usa en las ciencias físico-experimentales. Creo que no. Me parece más apropiada la forma, deliberadamente abierta, en que lo define Morin: el método es lo que enseña a aprender y dicho método sólo puede generarse durante la propia búsqueda del aprendizaje. No cabe hablar, por tanto, de planteamientos, estándar, cerrados o prefijados.
Lo que guía las acciones de los educadores sociales en el marco de la pedagogía social y lo que orienta y justifica sus decisiones es, desde mi punto de vista, sus principios metodológicos. Estos últimos se constituyen como una especie de balizas de señalización que ayudan a los educadores sociales a orientarse en el incierto y complejo océano de las relaciones humanas; arenas en las que se desarrolla y construye la pedagogía social.
Si los caracterizamos como balizas de señalización es porque avisan y orientan al educador social sobre las correcciones, los cambios y modificaciones que ha de ir introduciendo en sus acciones en respuesta a los continuos cambios de las personas con las que está trabajando y del entorno en que se ubican. Las balizas de señalización son los principios metodológicos que posibilitan al educador social la triangulación de su posición en una determinada intervención socioeducativa con un persona, un grupo o una comunidad en un momento especifico de la misma.
Bauman utiliza una metáfora muy sugerente para caracterizar las situaciones de aprendizaje en las sociedades “líquidas”. Habla de proyectiles y blancos móviles que han de corregir continuamente sus trayectorias para llegar a encontrarse. La idea básica me parece muy buena, aunque habría que matizar – más allá de lo inapropiado de la metáfora militar para un encuentro pedagógico – que aplica mejor a una relación pedagógica asimétrica que a una simétrica en la que ambas instancias, el educador y el participante, se involucran voluntaria e intencionalmente. Para precisar esta metáfora habría que enfatizar que los dos son, o pueden ser al mismo tiempo, blanco y proyectil. La relación socioeducativa es una relación bidireccional en la que hay un intercambio que opera en los dos sentidos; del educador al participante y viceversa. Esa es la razón por la que terminologías clásicas en educación como “grupo diana” o “grupo destinatario” han dejado de ser apropiadas para definir unas intervenciones socioeducativas en las que ambos, educador y participante, son agentes que participan activamente y, en muchos casos, al mismo nivel en la relación.
La intervención socioeducativa es algo que no se puede enseñar; solamente se puede aprender. Y ese aprendizaje hay que hacerlo, necesariamente, en la práctica, en el seno de la vida cotidiana y en el encuentro de dos singularidades: la del profesional y la del participante. Esto no pone en cuestión ni la importancia de la formación teórica del profesional ni tampoco la de la planificación previa de las acciones a desarrollar. Ambas son, desde mi punto de vista, pre-condiciones para el éxito del encuentro socio-pedagógico. La primera posibilita, entre otras cosas, (1) un mejor diagnóstico previo de la situación; (2) una interpretación y un aprovechamiento más productivo de los datos obtenidos durante la intervención; (3) la disposición de puntos de referencia estratégicos y técnicos para la acción.
La planificación previa de la intervención socioeducativa, por su parte, permite anticipar posibilidades, preparar respuestas diversas y disponer de recursos frente a situaciones nuevas o inesperadas. La teoría y la planificación proporcionan seguridad en la acción pero resultarán, probablemente, insuficientes sin el concurso de la propia intuición del profesional. Una intuición que la experiencia y la reflexión sobre las propias acciones se irán encargando de afinar a lo largo del tiempo si son conscientemente observadas, reflexionadas e integradas. Una intuición que puede ser guiada por la empatía que ha sido caracterizada como una competencia esencial de los trabajadores de lo social.
Todos estos recursos son los que el profesional pone en juego en la intervención socioeducativa. Son unos recursos, sin embargo, que sólo pueden activarse a partir de lo que Shotter ha denominado conocimiento de tercer tipo; un conocimiento que no es ni proposicional (conocer qué) ni procedimental (conocer cómo) sino que es un conocer desde dentro. Sólo cuando el profesional se halla inmerso en la situación socio-pedagógica puede conocer exactamente cuáles son los cursos de acción disponibles y seleccionar aquel que su intuición, su experiencia, sus conocimientos y su técnica, en tanto que balizas de señalización propias, le dictan como más apropiado para producir situaciones en las que los sujetos con los que interactúa puedan aprender y mejorarse a sí mismos y su situación en el mundo.
Los resultados de aprendizaje, en tanto que propiedades relacionales, fruto del encuentro pedagógico de dos singularidades – educador y participante – en el marco de la vida cotidiana, son imprevisibles. Lo cual no significa, como ya hemos apuntado, que no tenga que haber una planificación previa o unos objetivos socioeducativos prefijados. Aprender es, sin embargo, una actividad salvaje que sólo obedece las condiciones, apetencias y normas, conscientes o inconscientes, del sujeto que aprende en la situación concreta en la que está aprendiendo.
El educador social ha de ir descubriendo y plantando sus propias balizas de señalización, a partir de sus aprendizajes vitales, teóricos, prácticos y experienciales. Todos estos aprendizajes son los que el profesional aporta al encuentro socio-pedagógico. Las formalizaciones de principios metodológicos inferidos a partir de la práctica se constituyen como elementos claves en la formación del educador social, precisamente, aquellos que puede activar en las intervenciones socioeducativas en las que actúa.
Estos principios metodológicos nacen de la interpretación de la pedagogía social como una interacción situada entre unos sujetos, individuales o colectivos, que trabajan conjuntamente con el objetivo de dotarse de recursos que les ayuden a mejorar su calidad de vida en sus múltiples dimensiones. La interacción (relación comunicativa); la situación (contexto físico, virtual y sociocultural); los sujetos singulares (profesionales y participantes); las actividades desarrolladas (el trabajo conjunto y compartido); los aprendizajes realizados (la adquisición de recursos/empoderamiento); y los resultados en la vida cotidiana de los participantes (la mejora de la calidad de vida) son las principales fuerzas en juego en el campo de la pedagogía social.
Los principios metodológicos, en tanto que balizas de señalización, proporcionan referencias y guías para relacionar, conectar y generar sinergias entre todos estos factores. Obviamente, en función de las distintas combinaciones de dichos factores, los caminos y los métodos pueden ser infinitos, tantos como seres humanos participantes y eso, desde una pedagogía social abierta y compleja, es visto como una riqueza antes que como un déficit.

Xavier Úcar


  
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