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Educar en la ciudadanía, también una cuestión ética

La ciudadanía, siempre y necesariamente, es una categoría ética. Aunque lo olvidamos a menudo, derivando los derechos y deberes que comporta hacia cuestiones más tangibles y materiales: el acceso a la educación o al trabajo, la atención sanitaria, tener papeles?, pasando por alto que todas y cada una de estas oportunidades vitales se sustentan en la progresiva transferencia de nuestras responsabilidades cívicas más allá de la familia, de la comunidad próxima e, incluso, de la nación. Lo expresó, con su acostumbrada maestría, el profesor Salvador Giner: ?la condición de ciudadano es el mayor logro de la civilización moderna. Todos los demás empalidecen ante él? [ella es] la que permite a los humanos, sin distinción, hacer valer su humanidad?.
De ahí, sin duda, muchos de los fracasos que han ido contrariando históricamente los sueños del republicanismo y de la razón ilustrada: igualdad, fraternidad, libertad, justicia, democracia?; y, con ellos, un sinfín de obstáculos y resistencias para educar en y para una ciudadanía de amplias miras pedagógicas y sociales. En definitiva, aquellas que abren las experiencias educativas hacia el difícil arte de vivir con otros siendo uno mismo, habilitando y activando con toda su intensidad las más nobles competencias y capacidades de la inteligencia moral. O, si se prefiere, de los sentimientos y de las emociones que permitan conciliar el desarrollo de los pueblos (en sus múltiples extensiones infraestructurales, científicas y tecnológicas) con el desarrollo de cada persona, allí donde todavía es posible imaginar que el bienestar de los sujetos no tiene porque ser incompatible con el bienestar de las sociedades, ni aquél ni éste con la sustentabilidad del Planeta que habitamos.
Desiguales por la naturaleza biológica y hasta social con la que venimos al mundo, hombres y mujeres construimos ?y, demasiadas veces, derribamos? nuestras particulares formas de estar en sociedad en función de los derechos y deberes que fundamentan nuestro sentido de pertenencia a una determinada comunidad política; cuando menos, como acontece en Europa, siempre y cuando tal pertenencia constituya un punto de partida sustantivo e incuestionable para el logro de una mejor convivencia, en diálogo amistoso y democrático, plural y emancipatorio. Por muy lejos que estemos de conseguirlo, las ?buenas prácticas? de la cotidianeidad nos remiten a estos logros, ni más ni menos.  Procurarlos, dentro y fuera de las escuelas, en el aula y en las calles, interpela a la educación y a los educadores en cualquier momento y lugar. Porque, de principio a fin, sea cual sea el trayecto metodológico por el que optemos en los márgenes de la legitimidad que toda tarea pedagógica comporta, la ciudadanía se aprende y se enseña. También con las claves que proporciona la ética, a la que también cabe observar como uno de los antídotos más eficaces para afrontar las trampas que tienden el adoctrinamiento, el dogmatismo y los fundamentalismos, vengan de donde vengan.
Aprender a convivir, con toda la radicalidad que se viene expresando y reivindicando en los últimos años, es una finalidad básica de la educación. Y, al mismo tiempo, uno de sus principales pilares. Por omisión, de forma implícita, lo es desde que toda práctica educativa requiere encontrarse y conversar (también ?virtualmente?), dar vueltas juntos, educadores y educandos? en torno a un eje articulador común de saberes y comportamientos, de proyectos y métodos, para los que la escuela y los profesores gozan de un especial ?aunque cada vez más devaluado?, reconocimiento social. Pero no llega.
Hoy, más que nunca, aprender a convivir debe formar parte del quehacer explícito de la educación y de los educadores, de las escuelas y de la sociedad en su conjunto. Nos obliga a ello la urgencia de dotar a las personas de competencias, habilidades, actitudes, comportamientos, etc. que sean congruentes con la complejidad de los problemas y de las alternativas que se vienen suscitando en la sociedad globalizada por la que transitamos, con la imprescindible concurrencia de los viejos y nuevos valores que traen consigo las libertades, la justicia y la equidad. Educar en la ciudadanía, que es mucho más que educar para la ciudadanía, debe tener consecuencias prácticas. La primera, aunque no faltará quien diga que volvemos a estar más cerca de los discursos que de los hechos, implica atribuirle una dimensión ética, y por supuesto, política e ideológica. La segunda, aunque no la última ni la penúltima, poner sus rótulos allí donde la educación se escenifica. Por eso saludo, ante los graves problemas de convivencia que tienen nuestras aulas y nuestras sociedades, que el Gobierno español se haya atrevido a darle rango de Ley. Y toda ley, nos guste o no, es una práctica que induce prácticas. Veremos.


  
Ficha do Artigo
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Edição:

N.º 157
Ano 15, Junho 2006

Autoria:

José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela
José Antonio Caride Gómez
Professor Catedrático de Pedagogía Social, Univ. de Santiago de Compostela

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